Él vivirá con nosotros…
—¿Por qué no me avisaste antes, Camila? —pregunté, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta mientras miraba al muchacho parado junto a mi hija en la puerta de nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín.
Camila me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de su padre, y suspiró como si ya estuviera cansada de pelear antes de empezar.
—Mamá, no es tan grave. Wílmer no tiene dónde quedarse. Solo será por un tiempo…
El muchacho —delgado, con una mochila raída colgando del hombro— bajó la mirada y murmuró un saludo. Yo apenas lo conocía de vista, uno de esos amigos que Camila traía a veces después de la universidad. Pero nunca imaginé que un día lo tendría durmiendo en el sofá de la sala.
Me aparté para dejarles pasar. El olor a arroz con pollo llenaba el aire, y sentí una punzada de vergüenza por el desorden en la mesa, los platos apilados, las cuentas sin pagar amontonadas en una esquina. Pensé en mi esposo, Julián, que llegaría pronto del taller y no sabía nada de esto.
—¿Y tu mamá sabe dónde estás? —le pregunté a Wílmer mientras él dejaba su mochila junto al sofá.
Él negó con la cabeza, sin mirarme.
—No tengo mamá —dijo en voz baja. Camila me lanzó una mirada fulminante, como si yo fuera la culpable de todo.
Esa noche, mientras cenábamos los tres en silencio, sentí el peso de una decisión que no había tomado. ¿Qué derecho tenía yo a negarle un techo a un muchacho que no tenía familia? Pero también pensaba en mi hija: ¿qué sabía realmente de él? ¿Qué problemas traía consigo?
Cuando Julián llegó, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Se quedó parado en la puerta, mirando a Wílmer como si fuera un ladrón.
—¿Y este quién es? —preguntó, sin molestarse en disimular el tono.
—Papá, él es Wílmer. Va a quedarse con nosotros un tiempo —dijo Camila, desafiante.
Julián me miró buscando apoyo, pero yo solo pude encogerme de hombros. No quería pelear delante del muchacho.
Esa noche casi no dormí. Escuchaba los pasos de Wílmer en la sala, el crujido del sofá viejo cada vez que se movía. Pensaba en mi propia juventud, cuando llegué a Medellín desde un pueblo perdido en Antioquia, sola y asustada. ¿Quién era yo para negarle ayuda?
Pero los días pasaron y la tensión creció. Julián apenas hablaba en casa. Camila se encerraba en su cuarto con Wílmer a estudiar —o eso decía ella— y yo me sentía una extraña en mi propia casa. Los vecinos empezaron a murmurar. Un día doña Gloria me paró en las escaleras:
—¿Y ese muchacho? ¿No será peligroso? Mire que ahora uno ya no sabe…
Me ardió la cara de vergüenza y rabia. ¿Por qué siempre tenemos que pensar lo peor?
Una tarde encontré a Wílmer sentado solo en el balcón, mirando las luces de la ciudad. Me acerqué con dos tazas de café.
—¿Extrañas tu casa? —le pregunté.
Él asintió sin mirarme.
—¿Por qué te fuiste?
Guardó silencio largo rato antes de responder:
—Mi papá… él… —se le quebró la voz—. No era un buen hombre. Mejor estar lejos.
Sentí un nudo en la garganta. Pensé en todos los chicos como él, perdidos entre las grietas de esta ciudad enorme y dura.
Pero también pensaba en mi familia. Julián cada vez estaba más distante. Una noche explotó:
—¡Esta no es una casa de beneficencia! ¡No sabemos quién es ese muchacho! ¿Y si trae problemas?
Camila salió a defenderlo:
—¡Papá, basta! Wílmer es mi amigo. No tiene a nadie más.
—¿Y si te metes en problemas por ayudarlo? —le grité yo también, sin querer.
Camila me miró con lágrimas en los ojos:
—¿No te acuerdas cuando tú también necesitaste ayuda? ¿Cuando llegaste aquí sin nada?
Me quedé callada. Tenía razón. Pero el miedo era más fuerte que la compasión.
Los días se volvieron grises. Empezamos a vivir como extraños bajo el mismo techo. Hasta que una noche escuché ruidos en la sala. Salí corriendo y encontré a Wílmer llorando frente al televisor apagado.
—¿Qué pasa? —le pregunté suavemente.
Él me miró con ojos rojos:
—No quiero causar problemas… Si quiere, me voy mañana.
Sentí una punzada en el pecho. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—No tienes que irte. Solo… ayúdanos a confiar en ti. Haz las cosas bien aquí.
Él asintió y esa noche dormimos todos un poco más tranquilos.
Con el tiempo, Wílmer empezó a ayudar en casa: lavaba los platos, hacía mercado cuando podía conseguir algún trabajo temporal. Julián seguía distante pero ya no lo miraba con tanto recelo. Camila parecía feliz por primera vez en meses.
Pero los problemas no tardaron en volver. Un día, al regresar del trabajo, encontré a dos policías hablando con Julián en la puerta del edificio. Mi corazón se detuvo.
—¿Usted es Lucía Ramírez? —preguntó uno de ellos.
Asentí temblando.
—Necesitamos hablar sobre Wílmer Torres…
Me temblaron las piernas. Resulta que Wílmer había sido testigo de un robo cerca de la universidad y ahora lo buscaban para declarar. Nada grave, pero el miedo volvió a instalarse en casa como una sombra.
Esa noche hablamos todos juntos por primera vez desde que él llegó.
—No quiero meterlos en problemas —dijo Wílmer—. Si quieren que me vaya…
Julián suspiró y le puso una mano en el hombro:
—Ya eres parte de esta familia, mijo. Vamos a salir adelante juntos.
Lloramos todos esa noche: por el miedo, por el alivio, por todo lo que habíamos callado tanto tiempo.
Hoy miro hacia atrás y pienso cuánto nos cambió ese simple acto de abrirle la puerta a alguien necesitado. Aprendimos que las familias no siempre se forman por sangre; a veces basta con compartir el pan y el techo para empezar a sanar heridas viejas y crear algo nuevo.
A veces me pregunto: ¿cuántas vidas podríamos cambiar si nos atreviéramos a confiar un poco más? ¿Y tú? ¿Le abrirías la puerta a alguien como Wílmer?