El vuelo de Lucía: Cuando mamá decide vivir para sí misma
—¿Y ahora qué vas a hacer, mamá? —La voz de Camila, mi hija mayor, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo sostenía la carta en la mano, esa carta que cambiaría mi vida para siempre, y sentí que el aire se volvía denso, casi irrespirable.
No supe qué responderle. Por años, mi vida giró en torno a mis hijos: Camila y Tomás. Desde que su padre nos dejó, cuando Tomás apenas tenía cinco años, me convertí en madre y padre, en sostén y refugio. Trabajé de sol a sol en la panadería del barrio, renunciando a mis propios sueños para asegurarles un futuro mejor. En mi pueblo, en las afueras de Córdoba, nadie esperaba menos de una madre: sacrificarlo todo por los hijos era ley no escrita.
Pero esa mañana, mientras el mate se enfriaba sobre la mesa y el aroma a pan recién horneado flotaba en el aire, recibí la noticia: una tía abuela lejana, que vivía en Mendoza y a quien apenas recordaba, me había dejado una casa y una suma considerable de dinero. Era la primera vez en mi vida que algo era solo para mí.
—¿Y si me voy a Mendoza? —solté, casi sin pensarlo. Camila me miró como si hubiera dicho una herejía.
—¿A Mendoza? ¿Sola? ¿Y nosotros? —preguntó Tomás desde el pasillo, con el ceño fruncido.
Sentí el peso de sus miradas. En sus ojos leí miedo, pero también una especie de reproche. ¿Cómo podía pensar en mí misma después de tantos años? ¿No era mi deber seguir siendo el pilar de la familia?
Esa noche no dormí. Me debatí entre la culpa y el deseo. Recordé los sueños que guardé bajo llave: estudiar literatura, viajar por el país, tener tiempo para leer sin interrupciones. ¿Era egoísta querer algo para mí?
Al día siguiente, Camila llegó temprano. Me encontró sentada en el patio, mirando las plantas marchitas.
—Mamá, ¿de verdad pensás irte? —me preguntó con voz temblorosa.
—No lo sé, hija. Por primera vez en mucho tiempo, no lo sé —le respondí.
Ella se sentó a mi lado y tomó mi mano. Por un momento volvimos a ser solo madre e hija, sin roles impuestos ni expectativas ajenas.
—Siempre fuiste todo para nosotros —dijo—. Pero nunca te preguntamos qué querías vos.
Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Cuántas madres conocía que habían renunciado a sí mismas por sus hijos? Mi propia madre murió joven, cansada y resignada. Yo no quería ese destino.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y discusiones familiares. Mis hermanos opinaban que debía quedarme cerca de los chicos; mis amigas del barrio me decían que estaba loca por dejar todo atrás a mi edad. Pero también recibí mensajes de apoyo inesperados: una vecina me confesó que siempre soñó con irse al sur pero nunca se animó; otra me regaló un libro con una dedicatoria: «Para que te animes a escribir tu propia historia».
Finalmente, tomé la decisión. Vendí algunas cosas, empaqué mis libros y unas pocas fotos familiares, y partí rumbo a Mendoza. El viaje fue largo y silencioso; cada kilómetro era una mezcla de miedo y libertad.
La casa era modesta pero luminosa. Tenía un pequeño jardín y una biblioteca polvorienta. La primera noche dormí profundamente, sin sobresaltos ni preocupaciones ajenas.
Al principio, la soledad fue abrumadora. Extrañaba las voces de mis hijos, el bullicio del barrio, incluso las discusiones cotidianas. Pero poco a poco empecé a descubrirme: me inscribí en un taller literario, recorrí los viñedos cercanos, aprendí a cocinar platos nuevos solo para mí.
Las llamadas con Camila y Tomás eran frecuentes al principio, llenas de silencios incómodos y preguntas veladas:
—¿Estás bien? ¿No te sentís sola?
—A veces sí —les decía—, pero también estoy aprendiendo a estar conmigo misma.
Con el tiempo, ellos también cambiaron. Camila empezó a tomar clases de cerámica; Tomás se animó a mudarse con su novia. Entendieron que mi felicidad no era una traición sino un ejemplo: podían buscar su propio camino sin culpa.
Un día recibí la visita de ambos. Llegaron con una mezcla de nostalgia y orgullo en los ojos.
—Mamá —dijo Tomás abrazándome fuerte—, nunca te vi tan feliz.
Lloramos juntos bajo el sol mendocino. Por primera vez sentí que mi libertad no era un abandono sino un acto de amor propio y hacia ellos.
Hoy escribo estas líneas desde mi escritorio junto a la ventana. El viento trae aromas nuevos y mi corazón late tranquilo. Me pregunto cuántas mujeres siguen postergando sus sueños por miedo al qué dirán o al deber impuesto.
¿Hasta cuándo vamos a creer que ser madre es olvidarse de una misma? ¿No merecemos también escribir nuestro propio capítulo?