Elegí a mi nieta sobre mi hijo: la herencia de un corazón roto

—¡No me hagas esto, mamá!—gritó Julián, con los ojos rojos y la voz quebrada, mientras golpeaba la mesa de la cocina. Yo apenas podía sostenerle la mirada. El olor a café frío y cigarrillos viejos llenaba el aire, mezclándose con el sudor de la angustia. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, como si el cielo también llorara por nosotros.

Nunca imaginé que mi vida llegaría a este punto. Me llamo Teresa Ramírez, tengo 62 años y nací en un barrio popular de Guadalajara. Mi historia no es diferente a la de muchas mujeres en México: me casé joven, creí en el amor y terminé criando sola a mi hijo cuando su padre se perdió entre el alcohol y las apuestas. Pensé que con Julián sería distinto, que yo podría romper el ciclo. Pero la vida tiene formas crueles de repetir sus lecciones.

Julián era un niño dulce, de esos que te abrazan fuerte y te dicen “te quiero” sin vergüenza. Pero algo cambió cuando cumplió quince años. Empezó a juntarse con los muchachos del barrio, a llegar tarde, a mentirme en la cara. Al principio pensé que era la adolescencia, pero pronto encontré bolsitas sospechosas en sus bolsillos y dinero faltante en mi monedero. Lo enfrenté mil veces:

—¿Qué es esto, Julián? ¿De dónde sacaste esto?

—No es nada, mamá. Es de un amigo…

Mentiras. Siempre mentiras. Lo llevé a centros de rehabilitación, busqué ayuda en la iglesia, hablé con psicólogos del DIF. Nada funcionó. Cada recaída era peor que la anterior. Perdí la cuenta de las veces que lo recogí borracho o drogado en alguna esquina, o de las noches en vela esperando que regresara vivo.

Cuando nació Camila, mi nieta, sentí una esperanza nueva. La hija de Julián y una muchacha que apenas conocía, pero que pronto desapareció dejando a la niña conmigo. Camila era una luz en medio de tanta oscuridad: sus risas llenaban la casa, sus manitas buscaban las mías cuando tenía miedo. Me prometí que ella no sufriría lo mismo.

Pero Julián nunca dejó sus vicios. Entraba y salía de la casa como si fuera un hotel barato. A veces traía regalos para Camila; otras veces sólo traía problemas. Una noche llegó con los ojos desorbitados y empezó a gritarme:

—¡Dame dinero! ¡Es mi hija también!

—No tengo, Julián. Ya no puedo más…

Me empujó tan fuerte que caí al suelo. Camila lloraba detrás de la puerta. Esa noche decidí cambiar las cerraduras.

Los años pasaron y mi salud empezó a flaquear. Un médico del IMSS me dijo que tenía hipertensión y debía cuidarme más. Pero ¿cómo se cuida una madre cuando su hijo se está destruyendo? Empecé a ahorrar lo poco que podía: vendía tamales los fines de semana y hacía costuras para las vecinas. Todo por Camila.

Un día, mientras barría el patio, escuché a Camila hablar con su mejor amiga:

—Mi papá es bueno, pero está enfermo…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a una niña de nueve años que su papá no podía amarla como ella merecía?

La decisión llegó como un relámpago una tarde gris. Fui al notario del centro y le pedí que redactara mi testamento: “Dejo mi casa y todos mis ahorros a mi nieta Camila Ramírez”. El notario me miró sorprendido.

—¿Está segura, señora Teresa? ¿Y su hijo?

—Mi hijo ya tuvo demasiadas oportunidades…

Esa noche llamé a Julián para decírselo cara a cara. Llegó tambaleándose, con la ropa sucia y los ojos apagados.

—¿Ahora qué quieres?—me dijo con voz áspera.

—Quiero hablar contigo como madre… y como mujer cansada.

Le expliqué mi decisión. Al principio se rió burlón:

—¿Me vas a desheredar? ¡Por esa mocosa!

—Por esa niña que es tu hija y mi esperanza…

Entonces explotó:

—¡Eres una traidora! ¡Siempre preferiste a otros antes que a mí!

Lloré como no lloraba desde que murió mi madre. Pero no cedí. No podía hacerlo.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Julián venía a buscarme borracho, gritaba en la calle, amenazaba con quitarme a Camila. Los vecinos murmuraban; algunos me apoyaban, otros decían que era una mala madre por abandonar a mi hijo.

Pero yo veía a Camila dormir tranquila cada noche y sabía que estaba haciendo lo correcto.

Un día recibí una llamada del hospital civil: Julián había tenido una sobredosis. Corrí como loca hasta urgencias, pero ya era tarde. Lo vi tendido en una camilla, tan frágil como cuando era niño. Le tomé la mano fría y le susurré:

—Perdóname, hijo…

El funeral fue pequeño; sólo algunos amigos del barrio y yo. Camila no entendía mucho, sólo lloraba en silencio abrazada a mi falda.

Ahora escribo estas líneas sentada en el mismo comedor donde todo comenzó. Camila juega en el patio con sus muñecas; su risa es lo único que me sostiene.

A veces me pregunto si hice bien o mal. ¿Pude haber salvado a Julián si hubiera hecho las cosas diferente? ¿O simplemente hay heridas que ninguna madre puede curar?

¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llega el amor de una madre cuando proteger significa dejar ir?