En la Sombra de Mi Padre: La Lucha de una Hija por su Propia Vida

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes descascaradas de la casa de mi infancia en San Miguel de Tucumán. Mi padre, don Ernesto, ni siquiera levantó la vista del mate que cebaba con parsimonia. Mi madre, doña Rosa, apretó los labios y miró hacia la ventana, como si allá afuera estuviera la respuesta a todos nuestros problemas.

Mi hermano menor, Julián, estaba sentado en el sofá, con la cabeza gacha y las manos temblorosas. Había vuelto a meterse en problemas: esta vez, un accidente con el auto del vecino y una deuda que no podíamos pagar. Y como siempre, la solución era la misma: «Mariana, vos sos la mayor, vos tenés que ayudar a tu hermano».

Pero yo ya no era esa niña callada que aceptaba todo. Tenía 29 años, un trabajo como maestra en la escuela del barrio y un novio, Tomás, con quien soñaba casarme y tener hijos. Pero cada vez que hablábamos de mudarnos juntos o de ahorrar para nuestro futuro, algo pasaba en mi casa y mi vida quedaba en pausa.

—Papá, esta vez no puedo —dije, sintiendo cómo se me apretaba el pecho—. No es justo. Yo también tengo derecho a vivir mi vida.

Don Ernesto me miró por fin, con esos ojos duros que tantas veces me hicieron temblar de niña.

—¿Y qué querés que haga? ¿Que lo deje solo? ¿Que lo eche a la calle? —su voz era un látigo—. Julián es tu hermano, Mariana. La familia está primero.

—¿Y yo? ¿Cuándo voy a estar primero yo? —pregunté, casi en un susurro.

Mi madre se acercó y me tomó la mano. Sentí su piel áspera y cansada.

—Mirá, hija… A veces una tiene que sacrificarse por los demás. Así es la vida acá. Yo también dejé muchas cosas por ustedes.

Pero yo no quería resignarme a ese destino. No quería ser otra mujer invisible, otra sombra en la casa de los padres. Quería ser dueña de mi historia.

Esa noche lloré en silencio en mi cuarto, mientras escuchaba a Julián hablar por teléfono con sus amigos, como si nada hubiera pasado. Recordé todas las veces que me pidieron quedarme cuidando a mi hermano cuando era chica; las veces que vendí mis cosas para pagar sus deudas; las veces que postergué mis sueños porque «él es más débil», «él te necesita».

Al día siguiente fui a trabajar con los ojos hinchados. Mis alumnitos notaron mi tristeza y una nena, Sofía, me regaló una flor de papel.

—Profe, ¿estás triste? —me preguntó con inocencia.

—Un poquito —le respondí—. Pero voy a estar bien.

En el recreo, hablé con mi amiga Lucía, otra maestra. Le conté todo entre lágrimas.

—Mariana, vos no sos egoísta por querer vivir tu vida —me dijo—. En mi casa pasa igual: siempre la mujer tiene que cargar con todo. Pero si no cortás ahora, nunca vas a salir.

Sus palabras me dieron fuerza. Esa tarde llamé a Tomás y le pedí que nos viéramos en la plaza. Él llegó con su sonrisa tranquila y me abrazó fuerte.

—No puedo más —le confesé—. Siento que nunca voy a poder ser feliz si sigo así.

Tomás me miró serio.

—Yo te amo, Mariana. Pero tenés que decidir: o seguís viviendo para ellos o empezás a vivir para vos.

Esa noche volví a casa decidida. Encontré a mi padre viendo televisión y a Julián durmiendo en el sillón.

—Papá —dije firme—. Esta vez no voy a ayudar. Julián tiene que hacerse cargo de sus errores. Yo me voy a mudar con Tomás.

El silencio fue brutal. Mi padre se levantó furioso.

—¡Sos una desagradecida! ¡Todo lo que hicimos por vos!

—No papá —le respondí temblando—. Todo lo que hice yo por ustedes también cuenta. Pero ya no puedo más.

Mi madre lloró en silencio mientras yo hacía mi valija. Julián ni siquiera se despidió; estaba demasiado ocupado justificándose ante todos menos ante sí mismo.

Esa noche dormí en casa de Tomás. Me sentí libre y culpable al mismo tiempo. ¿Era yo una mala hija? ¿Estaba traicionando a mi familia?

Pasaron semanas sin hablarles. Mi padre no contestaba mis mensajes; mi madre solo mandaba audios cortos diciendo que me cuidara. Julián seguía igual: esperando que alguien más arreglara sus problemas.

Pero poco a poco empecé a respirar mejor. Empecé a soñar otra vez: con una casa propia, con hijos corriendo por el patio, con domingos sin gritos ni culpas.

Un día recibí un mensaje de mi madre: «Tu papá está enfermo. Vení si podés». Sentí miedo y culpa otra vez, pero fui al hospital acompañada de Tomás.

Mi padre estaba pálido y débil. Me miró con esos ojos duros pero cansados.

—Perdoname —me dijo bajito—. No supe hacerlo mejor.

Lloré como nunca antes. Lo abracé fuerte y sentí que algo se rompía y sanaba al mismo tiempo.

Hoy vivo con Tomás y espero nuestro primer hijo. Mi relación con mis padres es distinta: ya no soy la hija sacrificada, sino una mujer adulta que eligió su propio camino.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica viven cargando culpas ajenas? ¿Cuándo vamos a aprender que también tenemos derecho a ser felices?