En la Sombra del Desdén: La Voz que Nadie Quiso Escuchar
—¡No me importa lo que pienses, Valeria! Aquí se hace lo que yo digo—. La voz de mi papá retumbó en las paredes de la cocina, tan fría como el café que olvidé tomar esa mañana. Tenía 16 años y sentía que cada palabra mía era una piedra lanzada contra un muro imposible de romper. Desde que mamá murió en ese accidente absurdo de colectivo, la casa se llenó de un silencio espeso, solo interrumpido por los gritos de Don Ernesto y el sonido de la televisión vieja que nunca apagaba.
Mi papá siempre fue mucho mayor que mamá. Cuando ella llegó a su vida, él ya tenía a Lucía, mi media hermana, una muchacha callada y distante que apenas me dirigía la palabra. Lucía tenía 24 años y vivía en su propio universo: salía temprano para trabajar en la farmacia del barrio y volvía tarde, como si quisiera evitar cualquier roce con nosotros. Yo, en cambio, estaba atrapada entre las paredes de esa casa en San Miguel, provincia de Buenos Aires, donde cada día parecía una repetición del anterior.
—¿Por qué no podés entender que quiero estudiar música?— le pregunté una vez más a mi papá, con la voz temblorosa pero firme.
Él ni siquiera me miró. —Eso no te va a dar de comer. Mejor aprendé algo útil, como tu hermana.
Sentí el nudo en la garganta. Mamá siempre decía que tenía talento para el piano, que mi sensibilidad era un regalo. Pero ahora solo quedaba el piano cubierto de polvo en el rincón del comedor y mis dedos ansiosos por tocarlo cuando nadie miraba.
Una tarde, mientras limpiaba la mesa después de la cena, escuché a Lucía hablando por teléfono en su cuarto. Su voz era baja, pero pude distinguir mi nombre entre susurros. «Valeria está cada vez más rebelde… Papá no sabe qué hacer con ella». Me dolió escuchar eso. ¿Rebelde? ¿Por querer ser escuchada?
El colegio tampoco era refugio. Mis amigas parecían vivir otras realidades: algunas soñaban con irse a estudiar a la capital, otras ya trabajaban en el almacén familiar. Yo sentía que mi vida estaba en pausa desde el día que mamá no volvió. A veces me preguntaba si todo sería distinto si ella siguiera acá. ¿Me defendería? ¿Me animaría a pelear por mis sueños?
Una noche, después de otra discusión sobre mi futuro, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Miré mi reflejo: los ojos hinchados, el cabello desordenado, la tristeza pegada a la piel como una sombra. «No soy invisible», susurré. Pero nadie me escuchó.
El día de mi cumpleaños dieciséis llegó sin festejos ni torta. Lucía me dejó una caja envuelta con papel barato sobre la mesa: un cuaderno y una lapicera azul. «Para que escribas tus canciones», dijo sin mirarme a los ojos. Por primera vez sentí que tal vez ella entendía algo de mi dolor.
Esa noche escribí mi primera canción completa. Lloré mientras lo hacía, pero también sentí una chispa de esperanza. Al día siguiente, llevé el cuaderno al colegio y se lo mostré a Florencia, mi mejor amiga. Ella me animó a inscribirme en el concurso de talentos del centro cultural del barrio.
Cuando le conté a papá, su reacción fue predecible:
—¿Otra vez con esas pavadas? No quiero que hagas el ridículo delante de todo el mundo.
—No me importa lo que digas— respondí por primera vez sin miedo—. Voy a hacerlo igual.
Lucía me miró sorprendida desde la puerta. No dijo nada, pero esa noche dejó un chocolate sobre mi almohada.
El día del concurso sentí las piernas temblar como nunca antes. Subí al escenario con el corazón en la boca y las manos sudadas. Cuando empecé a tocar el piano y cantar mi canción sobre mamá, sentí que todo el dolor se transformaba en algo hermoso. Al terminar, hubo un aplauso tímido pero sincero.
No gané el concurso, pero esa noche Lucía me abrazó por primera vez desde la muerte de mamá.
—Tenés coraje— me dijo al oído—. Ojalá yo hubiera tenido tu fuerza cuando tenía tu edad.
Papá no fue al concurso ni mencionó nada al respecto. Pero esa misma semana encontré el piano limpio y afinado cuando llegué del colegio. Sobre las teclas había una nota escrita con su letra temblorosa: «Para vos».
No sé si algún día Don Ernesto va a entenderme del todo o si alguna vez dejará de ver mis sueños como caprichos inútiles. Pero ahora sé que mi voz importa, aunque solo sea para mí misma.
A veces me pregunto: ¿cuántos chicos y chicas como yo sienten que sus sueños no valen nada porque nadie los escucha? ¿Cuántos se animan a romper el silencio?