En la trampa de mi propia bondad: Cuando ayudar a mi hijo y nuera se volvió mi peor error
—¿De verdad quieres que me vaya, Daniel? —le pregunté con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del departamento que una vez fue mi refugio.
Él no me miró. Mariana, mi nuera, estaba a su lado, con los brazos cruzados y la mirada dura, como si yo fuera una intrusa en mi propia casa. Sentí el peso de los años sobre mis hombros, el cansancio de tantas madrugadas de trabajo en la panadería para sacar adelante a mi único hijo. ¿En qué momento me convertí en un estorbo?
Todo comenzó hace dos años, cuando Daniel perdió su empleo en la fábrica textil. Mariana estaba embarazada y no tenían dónde ir. Yo vivía sola desde que falleció mi esposo, don Ernesto, y aunque el departamento era pequeño, les ofrecí mi hogar sin pensarlo dos veces. «Es tu casa, hijo. Aquí siempre tendrás un lugar», le dije aquella noche lluviosa en que llegaron con sus maletas y el corazón hecho trizas.
Al principio, todo era armonía. Mariana me agradecía cada comida caliente, cada consejo sobre cómo aliviar las náuseas del embarazo. Daniel me abrazaba fuerte antes de salir a buscar trabajo. Yo sentía que la familia volvía a estar unida, que el sacrificio valía la pena. Pero poco a poco, las cosas cambiaron.
—Mamá, ¿podrías dejar de meterte en cómo criamos a Emiliano? —me dijo Daniel una tarde, después de que le sugerí a Mariana que abrigara más al bebé.
—Solo quiero ayudar… —respondí, pero Mariana ya había salido del cuarto con el niño en brazos.
Empecé a notar miradas incómodas, susurros detrás de puertas cerradas. Mariana comenzó a cambiar los muebles de lugar sin consultarme. Un día, llegué del mercado y encontré mis fotos familiares guardadas en una caja. «Para hacer espacio», me dijo ella con una sonrisa forzada.
Me sentí invisible en mi propia casa. Mis horarios ya no importaban; si quería ver la televisión, tenía que pedir permiso. Si cocinaba algo típico —unas empanadas salteñas como las que le gustaban a Daniel de niño— Mariana se quejaba del olor o decía que Emiliano no debía comer tanta grasa.
Una noche escuché a Daniel decirle a Mariana:
—Mi mamá ya está grande, debería irse con tía Rosa a Jujuy. Aquí ya no cabe.
Sentí un puñal en el pecho. ¿Cómo podía pensar eso mi propio hijo? ¿Después de todo lo que hice por él?
Al día siguiente, Daniel me lo dijo de frente:
—Mamá, Mariana y yo necesitamos nuestro espacio. Emiliano ya está creciendo y… bueno, tú podrías estar mejor con tía Rosa. Aquí ya no hay lugar para todos.
No lloré frente a él. Guardé silencio y me fui al cuarto. Esa noche no dormí. Recordé cada sacrificio: los turnos dobles en la panadería, las veces que vendí mis anillos para pagarle la universidad, los cumpleaños sin regalos pero con torta casera y abrazos sinceros.
Empaqué mis cosas en silencio. Mariana ni siquiera salió a despedirse. Daniel me abrazó rápido, incómodo, como si tuviera prisa por cerrar la puerta detrás de mí.
Llegué a Jujuy con tía Rosa, una mujer fuerte pero solitaria. Me recibió con cariño, pero yo sentía un vacío imposible de llenar. Las noches eran largas y frías; extrañaba el bullicio de Buenos Aires, el aroma del pan recién horneado y hasta los llantos de Emiliano.
Un día recibí una llamada de Daniel:
—Mamá… ¿cómo estás?
Su voz sonaba lejana, como si hablara con una extraña.
—Bien, hijo. ¿Y ustedes?
—Estamos bien… Mariana consiguió trabajo y Emiliano está en la guardería. Solo quería saber si podías enviarnos la copia del título del departamento… para hacer unos trámites.
Sentí cómo se me helaba la sangre. ¿Eso era todo lo que quedaba entre nosotros? ¿Un trámite?
Colgué el teléfono y lloré como no lo hacía desde la muerte de Ernesto. Me sentí usada, desechada como un mueble viejo.
Tía Rosa me abrazó:
—No te merecen, Lucía. Pero así es la vida: uno da todo por los hijos y ellos…
No terminé de escucharla; mi mente estaba llena de recuerdos: las risas de Daniel cuando era niño, sus promesas de nunca dejarme sola.
Hoy vivo en Jujuy, ayudando a tía Rosa con su huerta y aprendiendo a convivir con la soledad. A veces Daniel llama para pedirme algún favor o preguntarme por papeles del departamento. Mariana nunca se comunica.
Me pregunto si hice mal en darlo todo por ellos. ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos cuando al final te dejan sola?
Quizás muchas madres latinoamericanas se reconozcan en mi historia. ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por cuidar a los demás? ¿Y quién cuida de nosotras cuando ya no somos útiles?
A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿Dónde quedó Lucía? ¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme solo en «la mamá de Daniel»?
¿Ustedes qué piensan? ¿El amor de madre debe tener límites? ¿O estamos condenadas a darlo todo hasta quedarnos vacías?