Enamorada a los cuarenta: Entre el deseo y la destrucción

—¿Por qué no contestas, Lucía? ¿Te da vergüenza que te vean conmigo?—me preguntó Diego, con esa sonrisa descarada que tanto me atraía y tanto me dolía.

No supe qué responderle. Estábamos en la esquina de la avenida principal de mi barrio en Buenos Aires, rodeados de miradas curiosas y cuchicheos. Sentí el peso de cada par de ojos sobre mi espalda, como si todos supieran mi secreto: a mis cuarenta años, me había enamorado de un chico de veinticinco. No era solo la diferencia de edad; era el escándalo, el juicio, el miedo a perderlo todo por un amor que ni siquiera yo podía justificar.

Mi hija, Camila, dejó de hablarme cuando se enteró. «¿En serio, mamá? ¿No te das cuenta de lo ridícula que te ves?», me gritó una noche antes de irse a dormir a casa de su padre. Mi exmarido, Javier, aprovechó la situación para recordarme lo inestable que siempre fui. «Sabía que no podías con la soledad, Lucía. Pero esto… esto es patético», me dijo por teléfono, su voz cargada de desprecio.

Pero Diego era diferente. Me hacía sentir viva, deseada, joven otra vez. Me invitaba a bailar en bares donde nadie me conocía, me escribía poemas en servilletas y me besaba en la calle sin importarle nada. Yo quería creer que eso era amor. Quería pensar que podía empezar de nuevo, aunque fuera tarde.

Una tarde de domingo, mientras preparaba mate en la cocina, escuché el sonido de su celular vibrando sobre la mesa. Diego estaba en la ducha. No suelo revisar teléfonos ajenos, pero algo en mi pecho me apretó fuerte. Tomé el aparato y vi una notificación: «Te extraño, bebé. ¿Cuándo nos vemos?». El mensaje venía de una tal Sofía. Sentí un frío recorrerme el cuerpo.

Cuando salió del baño, lo enfrenté:
—¿Quién es Sofía?
Se quedó callado unos segundos, luego se encogió de hombros.
—Es solo una amiga del club, Lucía. No te pongas paranoica.
Pero yo ya sabía la verdad. Lo vi en sus ojos, en su forma de evitarme la mirada.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había dejado atrás por él: las cenas familiares, las tardes con mis amigas (que ahora me miraban con lástima o burla), mi propia dignidad. Recordé las veces que Diego llegaba tarde y olía a perfume barato; las veces que apagaba su celular cuando estaba conmigo.

A la mañana siguiente, fui a trabajar con los ojos hinchados. Trabajo como secretaria en una pequeña clínica odontológica; mis compañeras cuchicheaban a mis espaldas desde hacía meses. «¿Viste lo de Lucía? Se cree pendeja ahora», decían entre risas.

Mi madre me llamó esa tarde:
—Lucía, hija, ¿qué estás haciendo con tu vida? ¿No ves que ese chico solo te va a hacer sufrir?
—Mamá, por favor…
—No quiero verte llorar otra vez por un hombre que no vale la pena.

Pero yo ya estaba rota. No podía dejarlo ir. Cada vez que Diego me abrazaba sentía que todo valía la pena; cada vez que se iba sin despedirse sentía que me moría un poco más.

Una noche lluviosa, Diego no volvió a casa. Lo llamé una y otra vez hasta quedarme dormida con el teléfono en la mano. A las tres de la mañana recibí un mensaje: «No puedo seguir así. Necesito mi espacio».

Me levanté y caminé por el departamento vacío. Las fotos en la pared —yo con Camila cuando era niña, yo con Javier en nuestra boda— parecían burlarse de mí. ¿En qué momento perdí el rumbo? ¿Cuándo dejé de ser yo para convertirme en una sombra detrás de un amor imposible?

Pasaron los días y Diego no volvió a buscarme. Camila regresó a casa y me encontró llorando en la cocina.
—Mamá…
—Perdóname, hija —le dije entre sollozos—. Solo quería ser feliz otra vez.
Ella se acercó y me abrazó fuerte por primera vez en meses.
—Te quiero, mamá. Pero tenés que quererte vos también.

Las palabras de mi hija me hicieron pensar en todo lo que había sacrificado por miedo a estar sola: mi autoestima, mi relación con ella, mi paz mental. En Latinoamérica, una mujer de cuarenta años está obligada a ser madre ejemplar, esposa fiel o resignada soltera; nadie nos enseña a amar sin culpa ni a buscar nuestra felicidad sin pedir permiso.

Hoy escribo estas líneas desde el mismo departamento donde todo empezó y terminó. A veces extraño a Diego; otras veces agradezco su ausencia. Aprendí que el amor puede ser tan destructivo como sanador y que nadie debería juzgar lo que no entiende.

¿Vale la pena perderlo todo por un amor así? ¿O es mejor aprender a estar sola y reconstruirse desde las ruinas?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?