Encerrada con Él: La Jaula de Oro de mi Matrimonio

—¿Otra vez vas a quedarte en pijama todo el día, Julián? —le pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta mientras él ni siquiera levantaba la vista del celular.

—¿Y para qué salir? Aquí tenemos todo —respondió, encogiéndose de hombros, como si esa fuera la respuesta más lógica del mundo.

Desde que sus padres nos regalaron esta casa en San Isidro, un barrio exclusivo de Lima, mi vida se volvió una especie de jaula dorada. Al principio, me sentía afortunada: la cocina tenía mármol italiano, el jardín era tan grande que podías perderte entre los árboles de lúcuma y palta. Pero pronto descubrí que el lujo no compensa la falta de aire.

Julián nunca fue muy sociable, pero antes al menos salía a trabajar a la empresa familiar. Todo cambió cuando sus padres decidieron mudarse a España y le dejaron el control remoto de la casa y de su vida. Ahora, trabaja desde el estudio —si es que se puede llamar trabajo a revisar correos y dar órdenes por Zoom— y rara vez cruza la puerta principal. Yo, en cambio, siento que me estoy marchitando.

—¿No quieres ir al mercado conmigo? —le pregunté una tarde, buscando cualquier excusa para salir juntos.

—¿Para qué? Mejor pide por app —me contestó sin mirarme.

A veces siento que soy invisible. Camino por la casa y escucho mis propios pasos rebotando en las paredes. Mi mamá me llama todos los días desde Arequipa y siempre me pregunta lo mismo: “¿Y Julián? ¿No sale nunca?” Yo le miento. Le digo que está ocupado, que tiene reuniones importantes. No quiero preocuparla ni darle razones para decir “te lo advertí”.

La verdad es que estoy agotada. No sólo físicamente, sino emocionalmente. Julián y yo compartimos cada minuto del día en el mismo espacio, pero estamos más lejos que nunca. Cuando intento hablarle de mis proyectos —quiero abrir una pequeña cafetería en Miraflores— él sólo sonríe condescendiente:

—¿Para qué te vas a complicar? Aquí tienes todo lo que necesitas.

Pero no tengo lo que necesito. Necesito aire, amigos, conversaciones reales. Necesito sentirme útil, viva. A veces me encierro en el baño sólo para llorar sin que él me escuche. Otras veces salgo al jardín y me quedo mirando los pájaros, preguntándome cómo sería volar lejos de aquí.

Una noche, después de cenar en silencio frente al televisor, exploté:

—¿No te das cuenta de que esto no es vida? ¡No podemos seguir así!

Julián me miró como si yo fuera una extraña:

—¿Qué te falta? ¿No tienes casa, comida, seguridad? Hay gente allá afuera que daría lo que fuera por vivir como nosotros.

—¡Pero yo no soy “gente allá afuera”! ¡Soy tu esposa! —grité, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Él se levantó y se encerró en el estudio. Yo me quedé sola en el comedor, escuchando el eco de mi propio llanto.

Esa noche dormí en el cuarto de invitados. No podía soportar su indiferencia ni un minuto más. Me sentí culpable por desear otra vida cuando tenía todo lo que muchos sueñan. Pero ¿de qué sirve tenerlo todo si te sientes sola?

Al día siguiente, decidí salir sola. Caminé hasta el malecón y respiré el aire salado del Pacífico. Vi parejas riendo, niños jugando fútbol en la vereda, señoras vendiendo emoliente en la esquina. Sentí una punzada de envidia por esas vidas sencillas pero llenas de movimiento y calor humano.

Cuando volví a casa, Julián ni siquiera notó mi ausencia. Seguía pegado a la pantalla, como si nada hubiera pasado. Esa indiferencia me dolió más que cualquier pelea.

Empecé a buscar excusas para salir todos los días: clases de yoga, voluntariado en un comedor popular, visitas a mi hermana en Surco. Cada vez que volvía, Julián estaba exactamente igual: sentado en el mismo sillón, con la misma expresión vacía.

Una tarde, mientras regaba las plantas del jardín, mi vecina Lucía se acercó a saludarme.

—Te ves cansada, Mariana —me dijo con sinceridad—. ¿Todo bien en casa?

No pude evitarlo: rompí a llorar frente a ella. Le conté todo: la soledad, la rutina, el peso invisible de vivir con alguien que no quiere salir al mundo.

—No eres la única —me confesó Lucía—. Mi cuñado es igual desde que perdió el trabajo. Se encierra y no quiere ver a nadie. Es difícil… pero tienes derecho a buscar tu felicidad.

Sus palabras me dieron valor. Empecé a pensar seriamente en abrir mi cafetería, aunque Julián no estuviera de acuerdo. Hablé con mi hermana y juntas buscamos un local pequeño cerca del parque Kennedy. Me sentí viva otra vez: haciendo planes, soñando despierta.

Cuando le conté a Julián mi decisión, él se molestó:

—¿Y si algo sale mal? ¿Para qué arriesgarte?

—Prefiero fracasar intentando ser feliz que seguir muriendo lentamente aquí adentro —le respondí con firmeza.

No sé qué pasará con nuestro matrimonio. A veces pienso que el amor no basta cuando uno se niega a cambiar o a escuchar al otro. Pero sé que merezco algo mejor que esta jaula de oro.

Ahora les pregunto: ¿cuántas veces hemos confundido comodidad con felicidad? ¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por miedo a incomodar al otro?