Encerrada por Amor: El Camino de Lucía hacia la Libertad
—¿Ya depositaste tu sueldo, Lucía? —La voz de Mauricio retumbó en la cocina mientras yo lavaba los platos, mis manos temblando bajo el agua fría.
No era una pregunta. Era una orden. Como cada quincena desde que nos casamos hace siete años en ese pequeño pueblo de Jalisco, donde todos decían que Mauricio era un buen partido. Yo también lo creía. Él era atento, trabajador, y siempre tenía palabras dulces para mí. Pero todo cambió después de la boda.
Al principio pensé que compartir el dinero era normal. “Así es el matrimonio”, me decía mi mamá. “El hombre lleva las cuentas”. Pero poco a poco, Mauricio empezó a decidir todo: qué comíamos, a dónde íbamos, con quién podía hablar. Mi sueldo de maestra primaria iba directo a su cuenta bancaria. Si necesitaba comprarme una blusa o un libro para mis clases, tenía que pedirle permiso.
—¿Para qué quieres otro libro? —me preguntaba con esa sonrisa torcida—. Mejor ahorra ese dinero para la casa.
La casa… esa jaula pintada de colores alegres, donde cada rincón tenía su sombra. Mis amigas dejaron de invitarme a salir porque siempre decía que no podía. Mi hermana, Valeria, me llamaba y yo contestaba en voz baja desde el baño, para que Mauricio no escuchara.
—Lu, ¿estás bien? —insistía ella—. Te escuchas rara.
—Todo bien, Vale —mentía yo—. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio. Era miedo. Miedo a sus silencios largos cuando algo no le gustaba. Miedo a sus palabras cortantes: “Eres una inútil”, “Nadie te va a querer como yo”. Miedo a quedarme sola, sin dinero ni familia.
Una noche, después de una discusión porque olvidé comprarle sus cigarros, Mauricio me gritó tan fuerte que los vecinos debieron escuchar. Me encerré en el baño y lloré en silencio, abrazando mis rodillas como cuando era niña y tenía pesadillas.
“¿En qué momento perdí mi vida?”, pensé mientras las lágrimas caían sobre el azulejo frío.
Al día siguiente fui a la escuela con los ojos hinchados. Mi alumna favorita, Sofi, me regaló una flor de papel y me dijo: “Profe, usted siempre sonríe bonito”. Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuándo fue la última vez que sonreí de verdad?
Esa tarde, Valeria llegó sin avisar. Mauricio no estaba. Apenas abrí la puerta, me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Lu, ya no puedo verte así. Vente conmigo a Guadalajara unos días. Solo unos días.
Me negué al principio. ¿Cómo iba a dejar la casa? ¿Y si Mauricio se enojaba? Pero Valeria insistió tanto que acepté irme un fin de semana. Empaqué lo mínimo: dos mudas de ropa y el libro que Mauricio no quería que leyera.
En Guadalajara sentí por primera vez en años que podía respirar. Caminamos por el parque, comimos helado y reímos como cuando éramos niñas. Valeria me llevó a un grupo de apoyo para mujeres como yo. Al principio me sentí avergonzada. ¿Yo? ¿Víctima? Pero al escuchar las historias de otras mujeres —Mariana, que escapó con sus hijos; Teresa, que empezó su propio negocio después de separarse— algo dentro de mí despertó.
Esa noche no pude dormir. Pensé en mi vida con Mauricio: los gritos, el control, el miedo constante a equivocarme. Pensé en mis sueños de juventud: quería estudiar literatura, viajar por México, escribir un libro para niños…
Cuando regresé a casa, Mauricio estaba esperándome en la sala. Su mirada era fría.
—¿Te divertiste mucho con tu hermana? —preguntó con voz venenosa.
No respondí. Por primera vez en años sentí rabia en vez de miedo.
—Voy a empezar a guardar mi sueldo —dije con voz temblorosa pero firme—. Quiero ahorrar para mis cosas.
Mauricio se levantó de golpe y tiró mi bolso al suelo.
—¡Aquí mando yo! —gritó—. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Por primera vez deseé cruzar esa puerta y no volver jamás.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, tomé una decisión: hablé con la directora de la escuela y le conté todo. Me ayudó a abrir una cuenta bancaria propia y me puso en contacto con una abogada del DIF. Valeria me acompañó cada paso.
Mauricio intentó convencerme de quedarme: lloró, prometió cambiar, me trajo flores como cuando éramos novios. Pero ya no le creí.
El día que salí de casa llevaba solo una maleta y el corazón hecho trizas. Lloré mucho, pero también sentí alivio. En casa de Valeria dormí tres días seguidos sin pesadillas.
Poco a poco fui recuperando mi vida: volví a leer por placer, salí con amigas nuevas del grupo de apoyo y hasta empecé a escribir cuentos para mis alumnos. No fue fácil; hubo días en que dudé si había hecho lo correcto. La soledad dolía y el miedo regresaba en las noches silenciosas.
Pero cada vez que Sofi me regalaba una flor de papel o Valeria me abrazaba fuerte, recordaba que merezco ser libre y feliz.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven lo mismo que yo viví? ¿Cuántas creen que el amor es control y sacrificio? ¿Cuántas esperan una señal para atreverse a buscar su libertad?
A veces me pregunto si algún día podré confiar otra vez en alguien sin miedo a perderme… ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu vida ya no te pertenece? ¿Qué harías para recuperarla?