Engaño entre paredes: Cuando la familia duele más que el amor

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —me pregunté en voz baja, mientras cambiaba las sábanas empapadas de la abuela Rosa. El olor a medicina y humedad llenaba el cuarto, y afuera, el bullicio de la Ciudad de México parecía un mundo aparte. Eran las seis de la mañana y mi hija, Camila, aún dormía en el cuarto contiguo. Mi esposo, Julián, ya se había ido a trabajar, como cada día, sin mirar atrás.

La abuela Rosa me miró con sus ojos cansados. —Gracias, mija —susurró—. Eres un ángel.

No pude evitar sentir una punzada de culpa mezclada con rabia. No era culpa de la abuela. Era culpa de Lucía, mi suegra, que desde hace seis años vive en Madrid, mandando dólares y órdenes por WhatsApp. «Cuida bien a mi mamá, hija. Tú eres como una hija para mí», me decía en cada mensaje de voz. Pero yo nunca fui su hija; fui su solución barata.

Recuerdo el día que Lucía se fue. Lloró mucho, abrazó a Julián y a Camila, pero a mí solo me dio una palmada en el hombro. «Te encargo la casa, y sobre todo a mi mamá. Eres fuerte, Mariana». Yo tenía 27 años y un bebé de meses. Pensé que era temporal, que pronto volvería y todo regresaría a la normalidad. Pero los meses se hicieron años, y la normalidad nunca volvió.

Al principio, Julián me apoyaba. «Es solo por un tiempo, amor. Mi mamá necesita trabajar allá para ayudarnos a todos». Pero con el tiempo, su apoyo se volvió silencio. Llegaba cansado del trabajo y se encerraba en el cuarto con su celular. Yo me convertí en enfermera, cocinera y niñera, todo al mismo tiempo.

Las amigas del barrio me decían: —¿Y tu suegra? ¿No piensa regresar? —Yo solo sonreía y cambiaba de tema. No quería admitir que me sentía atrapada.

Una noche, después de bañar a la abuela y acostar a Camila, me senté en la cocina con Julián.

—Ya no puedo más —le dije—. Esto no era lo que imaginé para nuestra familia.

Él ni siquiera levantó la vista del celular.

—Es lo que nos tocó vivir, Mariana. Mi mamá manda dinero cada mes. ¿Qué más quieres?

—Quiero mi vida —le respondí con lágrimas en los ojos—. Quiero ser tu esposa, no la sirvienta de tu familia.

Julián suspiró y salió al patio a fumar. Sentí que una parte de mí se rompía esa noche.

Los días pasaron iguales: medicinas, pañales, comida blanda para la abuela, tareas con Camila, silencio con Julián. Hasta que un día recibí un mensaje de Lucía:

«Hija, necesito que lleves a mi mamá al seguro social para sus análisis. Y por favor revisa que no le falte nada en su cuarto. Te mando un poco más este mes para los gastos».

Ese día exploté. Le respondí:

«Lucía, llevo seis años cuidando a tu mamá sola. No soy enfermera ni empleada doméstica. Necesito que regreses o busques otra solución».

Su respuesta fue fría:

«No seas malagradecida, Mariana. Gracias a mí tienen casa y comida. Si no te gusta, puedes irte».

Sentí una rabia tan profunda que temblé. ¿Irme? ¿Dejar a Camila? ¿A Julián? ¿A la abuela? ¿Después de todo lo que di?

Esa noche no dormí. Pensé en mi mamá en Veracruz, en cómo siempre me enseñó a no dejarme pisotear por nadie. Pensé en Camila y en el ejemplo que le estaba dando: una madre cansada y triste.

Al día siguiente hablé con Julián.

—Me voy —le dije—. No puedo seguir así.

Él se quedó mudo.

—¿Y Camila?

—Me la llevo conmigo. Tú puedes visitar cuando quieras.

Por primera vez en años lo vi llorar.

—No quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco sé cómo arreglar esto.

—Habla con tu mamá —le pedí—. Dile que regrese o que pague una enfermera. Yo ya no puedo más.

Pasaron semanas de tensión. Lucía llamó llorando desde Madrid, diciendo que yo era una desagradecida, que nadie cuidaría a su madre como yo. Julián intentó convencerme de quedarme, prometió ayudar más en casa, pero ya era tarde: algo dentro de mí se había roto para siempre.

Finalmente tomé mis cosas y me fui con Camila a casa de mi mamá en Veracruz. La abuela Rosa lloró al despedirse; le prometí visitarla cuando pudiera.

Ahora escribo esto desde el cuarto donde crecí, escuchando las olas del mar y el canto de los pájaros al amanecer. Siento paz por primera vez en años, pero también miedo: miedo al futuro, miedo a estar sola con mi hija, miedo a no saber si hice lo correcto.

¿Hasta dónde debemos aguantar por amor? ¿Cuándo es momento de decir basta y pensar en nosotras mismas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?