Entre Cuatro Paredes: El Peso de los Recuerdos
—Mamá, ¿por qué te aferras tanto a ese sillón viejo? Ya ni siquiera se puede sentar uno sin que rechine—. La voz de Julián retumba en la sala, mezclándose con el eco de los camiones que pasan por la avenida Insurgentes. Yo lo miro, sentada en ese mismo sillón, con las manos apretadas sobre las rodillas. No le respondo. ¿Cómo explicarle que ese sillón fue donde su papá me pidió matrimonio una noche lluviosa de 1985?
Julián suspira y se pasa la mano por el cabello, igual que hacía su padre cuando estaba frustrado. —Mamá, Monterrey no está tan lejos. Allá podrías estar cerca de tus nietos, salir al parque, tener una vida nueva. Aquí solo estás encerrada entre recuerdos—. Su voz se quiebra un poco al final.
Pero yo no estoy encerrada. Estoy acompañada. Cada grieta en la pared, cada mancha en el piso, cada fotografía amarillenta colgada en el pasillo me habla. Me recuerda quién fui, quién soy. Aquí aprendí a ser madre cuando Julián nació prematuro y tuve que improvisar una cuna con una caja de cartón y mantas prestadas por Doña Lupita, la vecina del 402. Aquí lloré la muerte de mi esposo, Ernesto, cuando un infarto lo arrancó de mi lado sin aviso ni despedida.
A veces me despierto en la madrugada y escucho su risa en la cocina, el tintineo de las tazas mientras preparaba café antes de irse a trabajar al hospital. Me levanto y camino descalza hasta la ventana, donde todavía cuelga la cortina que él eligió porque decía que el azul le recordaba al mar de Acapulco, aunque nunca tuvimos dinero para ir.
—Mamá, ¿me estás escuchando?— Julián insiste, su voz ahora más suave. —No quiero que estés sola. Me duele dejarte aquí—.
Lo miro y veo al niño que se caía en el patio y corría a mis brazos con las rodillas raspadas. Ahora es un hombre hecho y derecho, con dos hijos y una esposa que apenas conozco porque siempre estoy «muy ocupada» para viajar. ¿O será miedo? Miedo a llegar a una ciudad donde nadie me conoce, donde mi historia no tiene raíces.
—¿Y si no me acostumbro?— le pregunto bajito.
Julián se arrodilla frente a mí y toma mis manos. —Te prometo que vamos a estar contigo. No tienes que cargar sola con todo esto—.
Pero él no entiende el peso invisible que cargo. El peso de los recuerdos. El peso de los sueños rotos y las promesas incumplidas. El peso de una vida entera entre estas cuatro paredes.
Esa noche, después de que Julián se va, recorro el departamento como si fuera la última vez. Paso los dedos por la mesa donde celebramos quince años de casados con un pastel comprado a crédito. Abro el armario y huelo las camisas viejas de Ernesto, aún impregnadas con su loción barata. Saco una caja de fotos y me siento en el suelo a mirar una por una: Julián disfrazado de charro en la primaria; Ernesto abrazándome en la azotea mientras veíamos los fuegos artificiales del 16 de septiembre; yo, joven y sonriente, sin saber todo lo que vendría.
Lloro en silencio hasta quedarme dormida sobre las fotos.
Al día siguiente, Doña Lupita toca la puerta con su típico «¡Vecina! ¿Ya desayunó?» Me invita a tomar café con pan dulce en su departamento. Hablamos de todo y nada: del precio del gas, del nieto que nunca la visita, del miedo a los asaltos en la colonia. Le cuento lo que Julián me propone y ella me mira con ojos tristes.
—Ay, comadre… uno cree que puede empezar de nuevo a cualquier edad, pero no es tan fácil— dice mientras revuelve el café. —Yo también pensé en irme con mi hija a Guadalajara cuando murió mi marido, pero aquí tengo mi vida… mis recuerdos… mis muertos—.
Salgo de su casa más confundida que antes. ¿Será egoísmo querer quedarme? ¿O es simplemente miedo?
Esa tarde Julián regresa con sus hijos, Valeria y Emiliano. Corren por el departamento gritando y jugando a las escondidas entre los muebles viejos. Valeria encuentra una muñeca rota en el fondo del clóset y me pregunta si puede llevársela.
—Claro, mi amor— le digo mientras le acomodo el cabello.—Esa muñeca era tuya cuando eras chiquita— le miento para no confesarle que fue mía cuando era niña en Veracruz.
Julián me observa desde la puerta del baño. —Mamá, ellos también pueden tener recuerdos aquí… pero tú mereces vivir algo nuevo—.
Esa noche no duermo. Me levanto varias veces a mirar por la ventana la ciudad iluminada. Pienso en Ernesto y le hablo en voz baja:
—¿Qué harías tú? ¿Te irías o te quedarías?—
No hay respuesta. Solo el murmullo lejano del tráfico y el ladrido de un perro callejero.
Los días pasan y la presión crece. Julián insiste cada vez más: «Mamá, allá hay hospitales mejores si te enfermas», «Allá podrías ayudarme con los niños», «Aquí ya no es seguro». Yo asiento pero no decido nada.
Una tarde recibo una llamada inesperada: Doña Lupita ha tenido un infarto y está grave en el hospital. Corro a verla y paso horas sentada junto a su cama blanca y fría. Cuando despierta me toma la mano y susurra:
—No te vayas todavía… aquí te necesitamos—.
Salgo del hospital con el corazón apretado. ¿Quién cuidará de ella si yo me voy? ¿Quién regará mis plantas? ¿Quién saludará al portero Don Chucho cada mañana?
Esa noche Julián llega decidido: trae papeles para poner el departamento en venta y una lista de mudanceras.
—Mamá, ya no podemos esperar más— dice firme.—La vida sigue…
Lo miro largo rato antes de responder:
—¿Y si mi vida se queda aquí? ¿Y si allá solo soy un estorbo?—
Julián se sienta junto a mí y llora por primera vez desde que era niño.
—No eres un estorbo… eres mi mamá—
Nos abrazamos largo rato mientras afuera comienza a llover fuerte sobre la ciudad.
Hoy escribo esto sentada en mi sillón viejo, rodeada de cajas medio llenas y fotos desparramadas por todos lados. No sé qué decidiré mañana. Solo sé que cada pared de este departamento guarda un pedazo de mi alma.
¿Es posible empezar de nuevo sin perderse uno mismo? ¿O hay recuerdos que simplemente no pueden empacarse en una caja?