Entre Dos Casas: Un Relato de Familia, Amor y Decisiones Imposibles
—¡No puedes seguir aferrada a esa casa vieja, Mariana! —gritó mi suegra, doña Teresa, mientras el aroma a café quemado llenaba la cocina de su casa en San Miguel de Tucumán. Yo apretaba la taza entre las manos, sintiendo cómo el calor me quemaba los dedos, pero no podía soltarla. Era lo único que me anclaba a la realidad en ese momento.
—Es la casa de mis padres, Teresa. No puedo dejar que el banco la remate —respondí, con la voz temblorosa pero firme. Mi esposo, Javier, miraba el suelo, incapaz de intervenir. Sabía que cualquier palabra suya sería como echarle leña al fuego.
Desde que papá murió, mamá se había ido apagando poco a poco. La casa, con sus paredes descascaradas y el patio lleno de jazmines, era lo único que nos quedaba de él. Pero las deudas se acumulaban y yo, con mi sueldo de maestra y Javier sin trabajo estable, apenas podía cubrir lo básico para nuestros hijos, Lucía y Tomás.
Doña Teresa nunca me lo perdonó. Para ella, yo era la culpable de que su hijo no hubiera aceptado el trabajo en Buenos Aires. «Allá podrías tener un futuro, Mariana. Aquí solo te aferras a recuerdos muertos», me repetía cada vez que podía. Pero yo no podía abandonar a mamá ni dejar que la casa se perdiera. Era nuestro refugio, nuestro último pedazo de dignidad.
Una tarde de lluvia, mientras Lucía hacía la tarea en la mesa del comedor y Tomás jugaba con un camión roto en el suelo, mamá me llamó desde su habitación.
—Hija, no quiero ser una carga —susurró—. Si tienes que vender la casa, hazlo. Yo puedo irme con Teresa o con tu tía Norma en Salta.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que esa casa era más que ladrillos? Era donde aprendí a leer con papá bajo el limonero, donde mamá me enseñó a hacer empanadas los domingos. Era el lugar donde Lucía dio sus primeros pasos y Tomás aprendió a andar en bicicleta.
Esa noche discutí con Javier. Él estaba cansado, frustrado por no poder darme una solución.
—Mariana, no podemos seguir así. Los chicos necesitan estabilidad. Si acepto el trabajo en Buenos Aires, podríamos alquilar un departamento y empezar de nuevo —dijo, acariciando mi cabello.
—¿Y mamá? ¿Y la casa? —pregunté entre lágrimas.
—No podemos salvarlo todo —susurró él.
Pasaron semanas llenas de silencios incómodos y miradas esquivas. Doña Teresa venía cada vez más seguido, trayendo bolsas con comida y consejos no pedidos.
—Mirá, Mariana —me dijo una tarde mientras pelaba papas—. Yo también tuve que dejar mi pueblo cuando era joven. No es fácil, pero uno sobrevive. Pensá en tus hijos.
La presión era insoportable. En la escuela, mis alumnos hablaban de sus vacaciones mientras yo calculaba cómo pagar la próxima cuota del banco. Una mañana, recibí una carta: «Aviso de remate judicial». El corazón me latía tan fuerte que sentí que iba a desmayarme.
Esa noche reuní a la familia en el comedor. Mamá estaba sentada junto a Lucía y Tomás jugaba con sus manos nervioso.
—Tenemos que decidir —dije—. El banco va a rematar la casa si no pagamos en dos meses.
Mamá bajó la mirada. Javier suspiró hondo. Lucía preguntó si tendría que cambiar de escuela y Tomás lloró porque no quería dejar a su perro Simón.
Fue entonces cuando doña Teresa habló:
—Yo puedo ayudarles… pero con una condición: venden la casa y se vienen conmigo hasta que puedan alquilar algo en Buenos Aires.
La propuesta era tentadora y cruel al mismo tiempo. Significaba renunciar a todo lo que conocía por una promesa incierta.
Esa noche no dormí. Caminé por la casa en penumbras, tocando las fotos familiares en las paredes, oliendo el jazmín del patio mojado por la lluvia. Recordé a papá sentado en su sillón favorito, riendo con mamá mientras tomaban mate.
Al amanecer tomé una decisión. Llamé a Javier y le dije:
—Acepto irnos a Buenos Aires… pero quiero llevarme algo más que recuerdos. Quiero llevarme una parte de esta casa conmigo.
Empaqué fotos, el mantel bordado por mamá, una rama del limonero y hasta un poco de tierra del patio para plantar un jazmín en nuestro nuevo hogar.
La mudanza fue un duelo silencioso. Mamá lloró al cerrar la puerta por última vez. Lucía abrazó a sus amigas y Tomás prometió volver algún día para buscar a Simón, que dejamos con los vecinos.
En Buenos Aires todo era distinto: el ruido constante, los edificios grises, la gente apurada. Vivimos unos meses con doña Teresa hasta que pudimos alquilar un pequeño departamento en Flores. Javier consiguió trabajo y los chicos se adaptaron poco a poco.
Pero yo sentía un vacío imposible de llenar. Extrañaba el olor a tierra mojada después de la lluvia tucumana, las charlas con mamá bajo el limonero, la sensación de pertenecer a un lugar.
Un día recibí una carta de mi tía Norma: «La casa fue vendida a una familia joven. Plantaron nuevos jazmines en el patio». Lloré como nunca antes.
Hoy, años después, miro el jazmín que crece en mi balcón porteño y me pregunto si hice lo correcto. ¿Valió la pena sacrificar nuestro hogar por un futuro incierto? ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que elegir entre sus raíces y el bienestar de sus hijos?
A veces me pregunto: ¿Qué es realmente un hogar? ¿Un lugar físico o los recuerdos y el amor que llevamos dentro? ¿Ustedes qué piensan?