Entre Dos Madres: El Peso de la Lealtad
—¿Otra vez vas a dejarme sola, Mariana? —La voz de mi mamá, doña Teresa, retumbó en la cocina mientras yo guardaba un poco de arroz en un tupper para llevarle a mi suegra.
Sentí el nudo en la garganta, ese que me acompaña desde hace meses, desde que la vida nos puso a prueba. Mi suegra, doña Carmen, sufrió un derrame cerebral y quedó postrada en cama. Mi esposo, Julián, trabaja todo el día en la fábrica y apenas puede ayudar. Así que fui yo quien decidió ir todos los días a su casa, bañarla, darle de comer y hacerle compañía. Pero cada vez que cruzo la puerta de mi casa materna, siento que traiciono a mi propia madre.
—Mamá, no es que te deje sola. Sabes que Carmen me necesita… —intenté explicarle, pero ella me interrumpió con ese gesto duro que sólo ella sabe hacer.
—¿Y yo? ¿Acaso yo no te necesito? ¿O es que ahora tu familia es otra?
Me quedé callada. ¿Qué podía decirle? ¿Que sí, que ahora tengo dos madres y sólo dos manos? ¿Que el amor se me parte en dos cada mañana?
Crecí en un barrio humilde de Guadalajara, donde las mujeres siempre han sido el pilar de la casa. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y mi mamá sacó adelante a mis dos hermanos y a mí vendiendo tamales y lavando ropa ajena. Siempre pensé que le debía todo. Pero ahora, con doña Carmen enferma y Julián tan cansado, siento que también le debo algo a esa mujer que me recibió como hija cuando me casé.
La casa de doña Carmen huele a medicina y a tristeza. Cuando llego, ella me mira con esos ojos apagados pero agradecidos. A veces me toma la mano y me dice:
—Gracias, hijita. Si no fuera por ti, no sé qué haría.
Y entonces el peso de la culpa se mezcla con el orgullo. ¿Estoy haciendo lo correcto? ¿O estoy abandonando a mi madre por una obligación que no me corresponde?
Una tarde, mientras le cambiaba las sábanas a doña Carmen, mi hermano menor, Luis, me llamó por teléfono.
—Mamá está muy triste, Mariana. Dice que ya ni te ve. Que sólo piensas en la familia de Julián.
Sentí las lágrimas arderme en los ojos. ¿Por qué nadie entiende que no puedo estar en dos lugares al mismo tiempo?
Esa noche, Julián llegó tarde y me encontró sentada en la sala, con la mirada perdida.
—¿Otra vez peleaste con tu mamá?
Asentí en silencio.
—No sé qué hacer, Julián. Siento que haga lo que haga, siempre quedo mal con alguien.
Él me abrazó fuerte.
—Eres una buena hija y una buena nuera. No tienes por qué cargar con todo tú sola.
Pero sí tenía que hacerlo. Porque si no era yo, ¿quién más? Mis hermanos tienen sus propios problemas; los hijos de doña Carmen viven lejos o simplemente no quieren hacerse cargo. Y yo… yo sólo quería que todos estuvieran bien.
Un domingo decidí invitar a mi mamá a comer a casa. Preparé su guiso favorito: mole con pollo y arroz rojo. Quería demostrarle que seguía siendo su hija, aunque ahora tuviera otras responsabilidades.
Pero apenas se sentó a la mesa, empezó la tormenta:
—¿Y cómo está tu suegra? Seguro ya comiste con ella antes de venir aquí…
—Mamá, vine directo para estar contigo —le respondí con paciencia.
—Pues no parece. Antes eras mía nada más. Ahora ya ni te reconozco.
Sentí el corazón romperse un poco más. ¿Por qué el amor tiene que doler tanto?
Esa noche lloré en silencio mientras lavaba los platos. Julián se acercó y me tomó la mano.
—No puedes salvarlas a las dos, Mariana. Tienes que cuidarte tú también.
Pero ¿cómo? Si cada día siento que pierdo un pedazo de mí misma tratando de ser suficiente para ambas.
Un día cualquiera, mientras bañaba a doña Carmen, ella me miró fijamente y me dijo:
—No descuides a tu mamá por mí. Las madres sentimos cuando nuestras hijas sufren.
Me quedé helada. ¿Será cierto que las madres lo sienten todo? ¿Que mi mamá sabe cuánto la extraño aunque no se lo diga?
Esa noche soñé con mi infancia: mi mamá peinándome para ir a la escuela, su risa cuando bailábamos cumbia en la sala los domingos… Desperté llorando y supe que tenía que hablar con ella.
Al día siguiente fui temprano a su casa. La encontré sentada junto a la ventana, mirando las jacarandas del parque.
—Mamá —le dije—, perdóname si te he hecho sentir sola. No quiero perderte ni a ti ni a Carmen. Pero necesito que entiendas que hago esto porque también quiero ser una buena persona… como tú me enseñaste.
Ella me miró largo rato y luego suspiró.
—A veces olvido que ya creciste. Que tienes tu propia vida… Pero me duele sentirte lejos.
Nos abrazamos largo rato. Lloramos juntas como hacía años no lo hacíamos.
Desde entonces trato de repartir mejor mi tiempo. A veces fallo; otras veces logro estar para ambas. Pero aprendí que el amor no se divide: se multiplica cuando se da sin reservas.
Hoy sigo luchando con la culpa y el cansancio, pero también con la esperanza de que algún día mis dos madres puedan entenderse… o al menos entenderme a mí.
¿Será posible encontrar un equilibrio entre el deber y el amor? ¿Cuántos de ustedes han sentido este mismo desgarro entre lo que esperan de nosotros y lo que nuestro corazón nos pide?