Entre Dos Madres: El Precio de un Techo
—No quiero ver a nadie extraño en mi casa, Camila. ¿Me escuchaste bien?— La voz de doña Rosa retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el borde del delantal con los dedos sudorosos. Julián, mi esposo, bajó la mirada al piso, incapaz de sostenerme la vista.
Era martes por la tarde y el sol caía a plomo sobre el patio de tierra. Afuera, los perros ladraban y el aroma a guiso llenaba el aire. Mi madre había llamado temprano, con esa voz dulce que siempre me hacía sentir niña otra vez. “Cami, ¿puedo ir a verte? Hace semanas que no te abrazo”, me dijo. Pero yo ya sabía la respuesta antes de escucharla salir de la boca de doña Rosa.
Vivo en esta casa desde hace dos años, desde que Julián y yo nos casamos. No teníamos dónde ir; él perdió el trabajo en la fábrica y yo apenas conseguía changas limpiando casas. Doña Rosa nos ofreció una habitación en su casa, en este pueblo donde todos se conocen y los secretos duran menos que una tormenta de verano. «Pero aquí se hace lo que yo digo», fue su única condición.
Al principio pensé que podría soportarlo. Después de todo, era solo hasta que ahorráramos para alquilar algo propio. Pero el tiempo pasó y los ahorros nunca alcanzaron. La inflación subió, los precios del alquiler se dispararon y cada vez que hablábamos de irnos, Julián me miraba con esa tristeza resignada: “No podemos, Cami. No todavía”.
Mi madre vive sola en Villa María, a dos horas en colectivo. Desde que papá murió, su vida se volvió más silenciosa y yo soy su única hija. Me llama cada semana, preguntando por mi salud, por Julián, por si doña Rosa me trata bien. Yo le miento: “Sí, mamá, todo bien”. Pero la verdad es que cada día siento que me apago un poco más.
—¿Por qué no puede venir mi mamá aunque sea una tarde?— le pregunté a Julián una noche, mientras él miraba el televisor con el volumen bajo para no molestar a su madre.
—Sabés cómo es mi vieja… No le gusta que venga gente de afuera. Dice que después hablan mal de ella en el pueblo.—
—Pero es mi mamá…
—Cami, por favor. No empecemos otra vez.—
Me di vuelta en la cama y lloré en silencio. Sentía rabia, impotencia y una soledad tan grande que me dolía el pecho.
Un viernes, doña Rosa anunció que iría a Córdoba a visitar a su hermana enferma y se quedaría todo el fin de semana. Mi corazón dio un salto: ¡por fin podría ver a mi mamá! Llamé enseguida:
—Mamá, venite este sábado. Doña Rosa no va a estar.—
—¿Estás segura? No quiero causarte problemas.—
—Por favor, mamá. Te necesito.—
El sábado llegó y yo limpié la casa como nunca antes. Preparé empanadas y compré una Coca fría para compartir. Cuando vi a mi mamá bajarse del colectivo, corrí a abrazarla como si fuera una nena otra vez.
Pasamos la tarde charlando en la cocina, riéndonos de anécdotas viejas y llorando por las cosas que no nos animábamos a decir por teléfono. Julián se sumó un rato y hasta pareció relajado por primera vez en meses.
Pero la felicidad duró poco. A las seis de la tarde sonó el teléfono fijo: era doña Rosa.
—Camila, ¿quién está en mi casa?—
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Nadie… solo Julián y yo.—
—Mentís mal, nena. Me dijeron que vieron entrar a una mujer mayor.—
El pueblo es chico y las lenguas largas. Me temblaban las manos.
—Es mi mamá… vino solo por hoy.—
El silencio del otro lado fue peor que un grito.
—Te lo advertí. Cuando vuelva quiero esa casa impecable y ni rastro de extraños.—
Colgó sin despedirse. Mi mamá me miró con los ojos llenos de culpa.
—Perdoname, hija… No quería meterte en problemas.—
La acompañé al colectivo antes de lo planeado. Nos abrazamos fuerte y sentí cómo se me partía el alma.
Esa noche Julián intentó consolarme:
—Mi vieja es así… No va a cambiar.—
—¿Y nosotros? ¿Vamos a vivir siempre bajo sus reglas? ¿Nunca voy a poder ver a mi mamá tranquila?—
No respondió. Se quedó mirando sus manos callosas, como si ahí estuviera escrita alguna solución mágica.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Rosa volvió más fría que nunca; no me dirigía la palabra salvo para darme órdenes: “Limpia bien el baño”, “No gastes tanta luz”, “No uses mi vajilla para tus visitas”. Julián se encerraba en el taller del fondo para evitar discusiones.
Una tarde exploté:
—¡No soy tu sirvienta! ¡Solo quiero ver a mi mamá!—
Doña Rosa me miró con desprecio:
—Si no te gusta, podés irte cuando quieras.—
Pero ¿a dónde iba a ir? No tenía plata ni trabajo fijo; mi mamá apenas podía mantenerse sola. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia por depender tanto de los demás.
Empecé a buscar trabajo más lejos del pueblo; limpié oficinas en Córdoba y vendí empanadas en la plaza los domingos. Cada peso lo guardaba como si fuera oro. Julián también consiguió algunas changas arreglando motos.
Pasaron meses así: trabajando duro, ahorrando cada moneda y soportando el clima tenso en la casa. Mi relación con Julián se volvió distante; discutíamos por cualquier cosa y casi no nos tocábamos al dormir.
Un día recibí una llamada inesperada: “Camila, hay una pieza para alquilar cerca del hospital. Es chica pero barata”, me dijo una amiga desde Córdoba.
Esa noche le conté a Julián:
—Tenemos que irnos. No aguanto más.—
Él dudó un momento pero al final asintió:
—Tenés razón… Ya no somos felices acá.—
Nos mudamos dos semanas después con lo poco que teníamos: un colchón viejo, una mesa prestada y muchas ganas de empezar de nuevo.
La primera noche en nuestro propio lugar dormí abrazada a Julián y lloré de alivio. Llamé a mi mamá y le dije: “Ahora sí podés venir cuando quieras”.
A veces pienso en doña Rosa y siento pena por ella; su miedo al qué dirán terminó alejándonos para siempre.
¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por miedo o dependencia? ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre dos familias, sin poder elegir libremente?