Entre dos mundos: La abuela invisible

—¡María, apúrate! Julián ya viene, tienes que irte —me susurró mi hija Ana con los ojos llenos de miedo y tristeza. Yo estaba sentada en el sillón, con mi nieto Emiliano dormido en mis brazos, su respiración suave y tibia contra mi pecho. Sentí que el corazón se me partía en dos. ¿Por qué tenía que esconderme como si fuera una ladrona en la casa de mi propia hija?

Dejé a Emiliano en su cuna, le di un beso en la frente y salí por la puerta trasera, justo antes de escuchar el motor del coche de Julián. Caminé por el callejón, con el sol cayendo sobre mi espalda y las lágrimas quemándome los ojos. No era la primera vez que pasaba esto, pero cada vez dolía más.

Mi historia no es única, lo sé. En mi colonia de Iztapalapa, muchas abuelas como yo viven entre la esperanza y el rechazo. Pero cuando te toca a ti, cuando eres tú la que no puede abrazar a su nieto sin miedo, el dolor se siente como si te arrancaran un pedazo del alma.

Todo empezó hace tres años, cuando Ana se casó con Julián. Al principio, él parecía un buen muchacho: trabajador, educado, siempre con una sonrisa para todos. Pero después del nacimiento de Emiliano, algo cambió. Julián empezó a poner límites: «No quiero visitas sin avisar», «Emiliano no puede comer dulces», «Nada de cuentos viejos ni supersticiones». Yo traté de adaptarme, pero siempre encontraba una razón para mirarme con desconfianza.

Una tarde, mientras Ana preparaba café en la cocina, me atreví a preguntarle:

—¿Por qué Julián no me quiere aquí?

Ella bajó la mirada y murmuró:

—Dice que tú quieres imponer tus costumbres… Que no respetas cómo queremos criar a Emiliano.

Sentí una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿Imponer? ¿Por querer contarle a mi nieto las historias que mi abuela me contaba? ¿Por querer enseñarle a rezar antes de dormir o darle un pedacito de pan dulce?

Las cosas empeoraron cuando Julián perdió su trabajo. Se volvió más irritable, más controlador. Un día llegué con una bolsa de despensa para ayudarles y él me cerró la puerta en la cara.

—No necesitamos tu caridad —me dijo con frialdad.

Ana lloró esa noche al teléfono:

—Perdóname, mamá… No sé qué hacer.

Yo tampoco sabía. Quería protegerla, pero también quería protegerme a mí misma del dolor de sentirme rechazada por mi propia familia.

Empecé a ver a Emiliano a escondidas. Ana me llamaba cuando Julián salía a buscar trabajo o iba al mercado. Esos momentos eran mi vida entera: jugar con Emiliano en el piso, enseñarle canciones infantiles, ver cómo sus ojitos se iluminaban cuando le contaba historias de cuando yo era niña en Veracruz.

Pero siempre había prisa, siempre había miedo. El sonido de un coche en la calle bastaba para que Ana me pidiera que me fuera. Me convertí en una sombra en la vida de mi nieto.

Un día, mientras jugábamos con bloques de madera, Emiliano me preguntó:

—¿Por qué te vas siempre, abuelita?

No supe qué decirle. Le acaricié el cabello y le dije:

—Porque te quiero mucho y quiero que estés bien.

Pero por dentro sentí una rabia tan grande que casi no podía respirar.

En el barrio empezaron los rumores. Que si Julián era celoso porque su propia madre lo abandonó de niño; que si Ana estaba atrapada en un matrimonio infeliz pero no tenía a dónde ir; que si yo era demasiado metiche. Cada quien tenía su versión, pero nadie sabía lo que realmente pasaba dentro de esas cuatro paredes.

Una tarde lluviosa, Ana llegó a mi casa con Emiliano en brazos. Tenía los ojos hinchados y las manos temblorosas.

—Mamá, no aguanto más —me dijo entre sollozos—. Julián me grita todo el tiempo… Dice que si sigues viniendo va a llevarse a Emiliano lejos.

Sentí una mezcla de furia e impotencia. Quise decirle que lo dejara, que viniera a vivir conmigo, pero sabía que no era tan fácil. Aquí en México, las mujeres como Ana cargan con el peso del «qué dirán», del miedo a quedarse solas, del temor a no poder mantener a sus hijos.

Esa noche dormí abrazando a Emiliano, sintiendo su calorcito como un bálsamo para mi corazón herido. Pero al amanecer Ana se lo llevó de vuelta, temerosa de que Julián descubriera su ausencia.

Pasaron los meses y cada vez veía menos a mi nieto. Ana se volvió más distante; sus mensajes eran breves y llenos de excusas. Me enteré por una vecina que Julián había conseguido trabajo en otra ciudad y planeaban mudarse.

El día que se fueron ni siquiera pude despedirme de Emiliano. Me quedé sentada en la sala vacía de mi casa, mirando las fotos viejas pegadas en la pared: Ana vestida de blanco en su primera comunión; Emiliano recién nacido envuelto en una cobija azul; yo sonriendo con ellos dos en brazos.

Ahora paso los días esperando una llamada, un mensaje, una señal de vida. A veces sueño que Emiliano corre hacia mí gritando «¡abuelita!» y me despierto llorando.

Me pregunto si algún día podré volver a abrazarlo sin miedo, si Ana encontrará el valor para romper el ciclo del silencio y el dolor. ¿Cuántas abuelas más viven este exilio silencioso? ¿Cuánto daño puede hacer el orgullo y la incomprensión dentro de una familia?

A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificar tanto por mantener la paz? ¿O es mejor luchar hasta el final por el derecho a amar y ser amada? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?