Entre el abandono y el perdón: la historia de Mariana
—¡No puedes echarme de tu casa, Mariana! ¿Ya olvidaste que yo te di la vida?
El grito de mi madre retumba en las paredes de la sala. Siento cómo la rabia me sube por la garganta, mezclada con una tristeza vieja, de esas que nunca terminan de sanar. La miro, parada frente a mí con las manos temblorosas, los ojos llenos de una mezcla de orgullo y súplica. Me pregunto si alguna vez fue capaz de mirarme así cuando era niña.
Tenía once años cuando mi madre, Lucía, decidió casarse con Ernesto. Recuerdo el vestido blanco, las risas en la casa, el olor a arroz con pollo y pastel de tres leches. Pero lo que más recuerdo es la conversación en la cocina, cuando Ernesto le dijo a mi madre que no quería una hija ajena en su nueva vida. Mi madre no discutió. Solo asintió y esa misma noche me llevó a casa de mi abuela Rosa.
—Vas a estar mejor aquí, Mariana —me dijo, sin mirarme a los ojos.
Mi abuela nunca fue cariñosa. Era una mujer dura, acostumbrada a sobrevivir con poco. Vivíamos en un barrio humilde de Guadalajara, donde las casas se apretujan unas contra otras y los secretos se escuchan a través de las paredes. Sobrevivíamos con su pensión y lo poco que yo podía ganar vendiendo tamales los fines de semana. Mi madre no volvió a visitarnos. Ni una llamada, ni un mensaje. Solo su ausencia, tan pesada como el concreto.
A veces me preguntaba qué había hecho mal para que mi madre me dejara así. En la escuela, inventaba historias sobre ella: que trabajaba en otro país, que estaba enferma, que volvería pronto. Pero la verdad era más simple y más cruel: eligió a su marido antes que a mí.
Los años pasaron y aprendí a no esperar nada de nadie. Cuando mi abuela murió, tenía diecisiete años y el mundo se me vino encima. Me las arreglé como pude: limpiando casas, cuidando niños, estudiando por las noches en un bachillerato nocturno. Aprendí a ser fuerte porque no tenía otra opción.
Con el tiempo, logré conseguir un trabajo estable en una pequeña oficina y renté un cuartito para mí sola. No era mucho, pero era mío. Por primera vez sentí que tenía control sobre mi vida.
Hasta que hace dos meses, mi madre apareció en la puerta de mi casa. Había envejecido mucho; su cabello estaba más gris que castaño y sus manos temblaban al sostener su bolso. Me contó que Ernesto la había dejado por otra mujer y que no tenía a dónde ir.
—Solo necesito quedarme unos días —me dijo—. Hasta que encuentre trabajo o algún lugar donde vivir.
No supe qué decirle. Parte de mí quería abrazarla y decirle que todo estaba bien; otra parte quería gritarle todo el dolor acumulado durante años. Al final, solo asentí y le preparé un café.
Pero los días se volvieron semanas y las semanas meses. Mi madre no buscaba trabajo ni hacía el intento de irse. Se pasaba los días viendo telenovelas y criticando mi forma de vivir.
—¿Por qué no tienes novio? —me preguntaba—. Ya tienes casi treinta años, Mariana. Así nunca vas a formar una familia.
A veces la escuchaba llorar por las noches, pero nunca me acerqué a consolarla. Había aprendido a protegerme del dolor.
Una tarde, después de una discusión porque no quería prestarle dinero para comprar licor, explotó:
—¡Este es mi derecho! ¡Puedo vivir aquí porque yo te parí! Si no fuera por mí, ni existirías.
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. Todo el resentimiento guardado durante años salió como un torrente:
—¿Y dónde estabas cuando te necesitaba? ¿Dónde estabas cuando lloraba por las noches porque me sentía sola? ¿Dónde estabas cuando tuve hambre y frío? ¡No tienes derecho a exigirme nada!
Mi madre se quedó callada, con los ojos llenos de lágrimas. Por primera vez vi miedo en su mirada.
Esa noche no pude dormir. Me debatía entre el rencor y la culpa. En nuestra cultura nos enseñan que debemos honrar a nuestros padres pase lo que pase, pero ¿qué pasa cuando son ellos quienes nos fallan?
Al día siguiente, le preparé desayuno y le dije que debía buscar otro lugar donde vivir. No fue fácil; lloró, me suplicó, me recordó todo lo que había hecho por mí cuando era bebé. Pero yo ya no era esa niña asustada; ahora era una mujer que había aprendido a sobrevivir sola.
La ayudé a encontrar un albergue temporal para mujeres mayores y le di algo de dinero para empezar de nuevo. No sé si hice lo correcto; todavía me duele verla así, tan frágil y sola.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarla de verdad o si siempre llevaré esta herida conmigo. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como hijos? ¿Es posible sanar el pasado o solo aprendemos a vivir con él?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante?