Entre el amor y el cansancio: La historia de cuidar a mi madre
—¡No, mamá! ¡No te levantes sola! —grité desde la cocina, dejando caer la taza de café que apenas había logrado preparar. El golpe seco de la porcelana contra el suelo me hizo temblar, pero más me asustó el sonido de su bastón resbalando en el pasillo.
Corrí hacia ella. Mi madre, doña Carmen, estaba medio encorvada, aferrada al marco de la puerta como si fuera lo único que la mantenía en pie. Sus ojos, antes tan vivos, ahora parecían buscarme en la penumbra con una mezcla de miedo y vergüenza.
—Perdóname, hija —susurró—. No quería molestarte…
La abracé fuerte, sintiendo su fragilidad. El olor a pomada y a colonia antigua me trajo recuerdos de mi infancia en el barrio de San Cristóbal, cuando ella era la que me cuidaba a mí. Ahora los papeles se habían invertido y yo no estaba segura de estar a la altura.
Hace tres meses tomé la decisión de traerla a vivir conmigo. Mi hermano Julián vive en Monterrey y apenas llama; mi hermana Lucía tiene su propia familia y dice que no puede con más responsabilidades. Así que aquí estamos: mi esposo Raúl, mis dos hijos adolescentes y yo, tratando de adaptarnos a esta nueva vida.
Al principio pensé que sería cuestión de organizarme mejor. Pero nadie te prepara para ver a tu madre perderse en sus propios recuerdos, para escucharla preguntar por mi papá —muerto hace diez años— como si todavía estuviera en la sala viendo el noticiero. Nadie te dice lo difícil que es bañarla, cambiarle los pañales o convencerla de tomar sus medicinas cuando se niega con terquedad infantil.
Una tarde, mientras intentaba ayudarla a comer, exploté:
—¡Por favor, mamá! ¡Tienes que comer algo! —le dije, la voz quebrada por el cansancio.
Ella me miró con esos ojos grandes y tristes.
—¿Por qué me trajiste aquí? Yo no quiero ser una carga…
Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que salir al patio para respirar. Me apoyé contra la pared y lloré en silencio. Raúl salió detrás de mí.
—No puedes hacerlo todo sola —me dijo, tomándome la mano—. ¿Por qué no buscamos ayuda? Hay una vecina que cuida a su suegra y le pagan una muchacha para las tardes…
Pero yo no quería delegar ese cuidado. Me parecía una traición. ¿Cómo iba a dejar en manos ajenas a la mujer que me enseñó a leer, que vendió tamales para pagarme la universidad?
Las semanas pasaron y el cansancio se volvió mi sombra. Mis hijos empezaron a encerrarse más en sus cuartos; Raúl llegaba tarde del trabajo y evitaba las cenas familiares. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
Una noche, mientras le cambiaba el pañal a mi madre, ella me tomó la mano con fuerza inesperada.
—¿Te acuerdas cuando te dio fiebre tifoidea? —me preguntó de repente—. No dormí en una semana…
Me reí entre lágrimas.
—Ahora entiendo cómo te sentías —le dije.
Ella sonrió con ternura.
—Así es el amor, hija. Duele pero no se acaba.
Esa frase me acompañó durante días. Empecé a buscar grupos de apoyo en Facebook; leí historias parecidas a la mía desde Lima hasta Buenos Aires. Descubrí que no estaba sola: miles de mujeres —y algunos hombres— cargan con este peso invisible del cuidado familiar en América Latina.
Un domingo, reuní valor y llamé a Lucía.
—Necesito ayuda —le dije sin rodeos—. No puedo más sola.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—Perdóname —susurró mi hermana—. Pensé que eras más fuerte…
Sentí rabia, pero también alivio. Por fin podía decirlo: no soy invencible.
Lucía empezó a venir los sábados por la tarde; Julián mandó dinero para pagar una enfermera dos veces por semana. Poco a poco, la casa recuperó algo de su alegría perdida. Mis hijos volvieron a comer conmigo; Raúl y yo salimos una noche al cine después de meses sin hacerlo.
Pero el miedo sigue ahí: miedo a perderme en este rol de cuidadora, miedo a que mi madre se apague poco a poco frente a mis ojos. A veces me despierto en la madrugada y escucho su respiración suave desde el cuarto contiguo. Me pregunto si algún día mis hijos harán lo mismo por mí.
Hoy, mientras le peinaba el cabello canoso frente al espejo, mi madre me miró y dijo:
—Gracias por no dejarme sola…
Le sonreí, aunque por dentro sentía un nudo en la garganta.
¿Hasta dónde llega el amor? ¿Cuándo es justo pedir ayuda sin sentirnos culpables? ¿Alguien más ha sentido este cansancio mezclado con ternura? Los leo…