Entre el amor y el deber: Cuando mi esposo me pidió alejar a mi madre
—No puedo más, Mariana. Tu mamá tiene que irse —me dijo Julián, con la voz temblorosa pero firme, mientras cerraba la puerta de nuestra habitación. Era tarde, pero yo no podía dormir; el sonido del oxígeno de mi madre en la sala era un recordatorio constante de su fragilidad… y de la tensión que se había instalado en nuestro hogar.
Me quedé sentada en la cama, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo el peso del mundo caía sobre mis hombros. Mi madre, Rosa, había sido hospitalizada dos veces ese año por su diabetes. Cuando los médicos dijeron que necesitaba cuidados constantes, no dudé en traerla a vivir con nosotros. ¿Cómo iba a dejarla sola? Pero Julián… él nunca estuvo de acuerdo.
—¿Y si fuera tu mamá? —le pregunté esa noche, con la voz rota.
—No es lo mismo, Mariana. Mi mamá tiene a mis hermanas allá en Puebla. Aquí somos nosotros, y ya no tenemos vida —respondió él, evitando mirarme.
Me dolió. No solo por sus palabras, sino porque en el fondo sabía que algo de razón tenía. Desde que mamá llegó, nuestras noches eran interrumpidas por sus quejas de dolor o sus gritos cuando soñaba con papá, muerto hacía años. Nuestra hija, Camila, apenas tenía espacio para hacer su tarea; la sala se había convertido en una especie de hospital improvisado.
Pero ¿cómo explicarle a Julián lo que significa para mí mi madre? Ella fue quien me enseñó a ser fuerte cuando papá nos dejó. La que vendía tamales en la esquina para pagarme los útiles escolares. La que me abrazaba cuando llegaba llorando porque los niños se burlaban de mi acento costeño aquí en la ciudad.
Esa noche no dormí. Me levanté temprano y preparé café para todos. Mamá estaba sentada en su sillón, mirando por la ventana con los ojos perdidos.
—¿Estás bien, mami? —le pregunté, acariciándole el cabello canoso.
—Estoy cansada, hija… pero más cansada de ser una carga —susurró.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía pensar eso? Pero sabía que escuchaba las discusiones, los suspiros de Julián, las puertas cerrándose fuerte.
Esa tarde, mientras Camila hacía la tarea y Julián veía el partido en el celular, me senté junto a él.
—Julián… ¿de verdad quieres que busque un departamento para mi mamá?
Él apagó el celular y me miró serio:
—No es justo para nadie. Ni para ella ni para nosotros. No tenemos espacio ni dinero para adaptarnos. Ya no salimos juntos, Camila está estresada… Mariana, esto no es vida.
Me sentí traicionada y culpable al mismo tiempo. ¿Era egoísta por querer cuidar a mi madre? ¿O era injusta con mi esposo y mi hija?
Esa noche llamé a mi hermana menor, Lucía, que vivía en Veracruz. Le conté todo entre sollozos.
—Aquí tampoco puedo traerla —me dijo Lucía—. Apenas tengo para la renta y los niños…
Colgué sintiéndome más sola que nunca.
Los días pasaron y la tensión creció. Mamá empezó a preguntar si podía volver a su casa en el pueblo, aunque sabía que allá no tenía quién la cuidara. Camila dejó de invitar amigas porque le daba pena que vieran a su abuela conectada al oxígeno.
Una tarde lluviosa, Julián llegó temprano del trabajo. Me encontró llorando en la cocina.
—No quiero pelear más —me dijo suavemente—. Pero tampoco quiero perderte a ti ni a Camila por esto.
Me abrazó y por primera vez sentí su miedo: miedo a perder nuestra familia, miedo a que yo lo odiara por pedir algo tan duro.
Esa noche hablé con mamá. Le conté todo. Ella me tomó las manos con sus dedos temblorosos.
—Hija… yo ya viví mi vida. No quiero ser motivo de pleitos. Si tienes que buscarme un lugar, hazlo. Pero prométeme que vendrás a verme seguido.
Lloramos juntas mucho rato. Al día siguiente recorrí media ciudad buscando un departamento pequeño y digno cerca de casa. Todo era caro o inseguro. Finalmente encontré uno modesto pero limpio, a tres cuadras de nuestro edificio.
El día de la mudanza fue uno de los más tristes de mi vida. Camila lloró abrazada a su abuela. Julián ayudó en silencio con las cajas. Cuando dejamos a mamá instalada, me sentí vacía… como si hubiera traicionado todo lo que soy.
Las primeras semanas fueron difíciles para todos. Yo iba cada tarde a verla y le llevaba comida caliente; Camila hacía videollamadas para contarle sus cosas del colegio. Julián intentó recuperar nuestra rutina: salimos al parque los domingos y volvimos a cenar juntos sin interrupciones… pero algo se había roto dentro de mí.
Una tarde encontré a mamá mirando una foto vieja de papá y sonriendo tristemente.
—¿Sabes qué es lo peor de enfermarse? —me dijo— Que te das cuenta de que nadie está preparado para verte débil… ni siquiera tus hijos.
Me quedé pensando en eso mucho tiempo después. ¿Había hecho lo correcto? ¿O simplemente cedí ante la presión hasta perderme a mí misma?
Hoy sigo visitando a mamá todos los días, pero cada vez que cierro su puerta siento una punzada en el pecho. En casa las cosas están más tranquilas… pero yo ya no soy la misma Mariana de antes.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han tenido que elegir entre su madre y su familia? ¿De verdad existe una decisión correcta cuando el amor te parte en dos?
¿Y ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?