Entre el amor y el deber: La abuela que no pudo decir que no

—Mamá, ¿puedes venir hoy? Ariana está agotada y yo tengo que quedarme hasta tarde en el trabajo —la voz de Sebastián sonaba cansada, casi suplicante, al otro lado del teléfono.

Miré el reloj. Eran las seis de la tarde y yo acababa de llegar a casa después de un día interminable en la farmacia donde trabajo. Mis pies dolían, la cabeza me latía, y mi única ilusión era sentarme a ver mi novela con una taza de café. Pero la imagen de mi nieto, Tomás, con sus rizos oscuros y esa sonrisa que me derrite el corazón, me hizo dudar.

—Sebastián, hijo, hoy estoy realmente cansada… —intenté decir, pero él me interrumpió.

—Mamá, por favor. No tenemos a nadie más. Ariana está al borde de un ataque de nervios. Tú sabes cómo es vivir con sus papás y su hermana en ese departamento tan chico. No podemos más.

Sentí la culpa apretándome el pecho. ¿Cómo decirle que no? ¿Qué clase de abuela sería si no estuviera ahí para ellos? Pero también sentí rabia. ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que cancelar sus planes? ¿Por qué nadie piensa en lo que yo necesito?

Me puse los zapatos otra vez y salí rumbo al barrio de Ariana. El edificio era viejo, las paredes descascaradas y el ascensor siempre olía a humedad. Subí los tres pisos por las escaleras porque, como siempre, el ascensor estaba fuera de servicio.

Cuando abrí la puerta del departamento, el caos me golpeó como una ola: la televisión a todo volumen, la hermana de Ariana —Valeria— discutiendo por teléfono en la cocina, los padres de Ariana peleando por quién iba a lavar los platos, y Tomás llorando en brazos de su madre.

Ariana me miró con ojos rojos e hinchados.

—Gracias por venir, Marta. No sé qué haría sin ti —me dijo apenas pude dejar mi bolso.

Tomás se calmó en mis brazos. Lo llevé al cuarto diminuto donde dormían los cinco juntos. Mientras lo arrullaba, escuché los gritos desde la sala. El papá de Ariana se quejaba porque no había espacio ni para sentarse a cenar; la mamá le respondía que si tanto le molestaba, que se fuera a dormir al parque. Valeria gritaba que necesitaba silencio para estudiar para su examen.

Me senté en la cama con Tomás dormido sobre mi pecho y pensé en mi propia casa: vacía, silenciosa… pero también sola. Desde que enviudé hace tres años, mi vida se había reducido a trabajar y ayudar a Sebastián cuando podía. Pero últimamente ese «cuando podía» se había convertido en «siempre».

A las nueve llegó Sebastián. Me abrazó fuerte.

—Perdón, má. Sé que te pedimos mucho. Es que aquí todo es tan difícil…

Lo miré a los ojos y vi al niño que crié sola después de que su papá nos abandonara. Siempre quise darle lo mejor, protegerlo del dolor del mundo. Pero ahora él tenía su propia familia y yo seguía sintiendo esa responsabilidad aplastante.

—Sebastián, ustedes tienen que buscar otra solución —le dije bajito—. No puedo seguir viniendo cada vez que algo se complica. Yo también tengo una vida…

Él bajó la mirada.

—Lo sé, má. Pero no tenemos dinero para mudarnos. Y Ariana… tú sabes cómo es su familia. Si no estás tú, todo se desmorona.

Me fui esa noche caminando despacio bajo la lluvia fina del invierno porteño. Pensé en todas las mujeres como yo: abuelas que dejan todo por sus hijos y nietos porque sienten que si no lo hacen son malas madres o malas abuelas. Pensé en mis amigas del barrio: Lucía, que cuida a sus nietos mientras su hija trabaja doble turno; Teresa, que dejó su taller de costura porque su nuera tuvo depresión posparto; Graciela, que nunca puede ir al club porque siempre hay alguien en su familia que la necesita más.

Al día siguiente llamé a Sebastián temprano.

—Hijo, necesito hablar contigo y con Ariana —dije firme.

Nos reunimos en una cafetería cerca de mi trabajo. Ariana llegó con ojeras profundas y el pelo recogido apurado.

—Marta, perdón si te estamos agobiando… —empezó ella.

La interrumpí suavemente.

—No es solo eso. Yo los amo a ustedes y a Tomás más que a nada en el mundo. Pero también necesito cuidar de mí misma. No puedo seguir cancelando mi vida cada vez que hay un problema. Ustedes tienen que buscar ayuda profesional o ver si pueden mudarse aunque sea a un lugar más pequeño pero solos.

Sebastián apretó los labios.

—¿Y si no podemos? ¿Nos vas a dejar solos?

Sentí un nudo en la garganta.

—No los voy a abandonar nunca. Pero tampoco puedo ser la única solución para todo —dije con voz temblorosa—. Si sigo así, voy a enfermarme yo también.

Ariana empezó a llorar bajito.

—Es que mi familia es un desastre… Mi papá grita todo el día, mi mamá se pelea con todos… No sé cómo salir de esto —sollozó.

Le tomé la mano.

—A veces hay que pedir ayuda afuera de la familia —le dije—. Hay centros comunitarios donde pueden orientarlos para buscar vivienda o apoyo psicológico. Yo puedo ayudarles a buscar información, pero no puedo ser la única red.

Nos quedamos los tres en silencio largo rato. Sentí alivio por haber dicho lo que sentía, pero también miedo: miedo de ser juzgada como mala abuela o mala madre por poner límites.

Esa noche dormí mejor que en meses. Al día siguiente recibí un mensaje de Sebastián: “Gracias por hablar claro, má. Vamos a buscar ayuda.”

No sé qué pasará mañana ni si podré dejar de sentir culpa cada vez que diga “no”. Pero hoy entiendo algo: también merezco cuidar de mí misma.

¿Hasta dónde llega el deber de una abuela? ¿Cuándo es justo poner límites sin sentirnos egoístas? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?