Entre el amor y el deber: La historia de Mariana y su madre
—¡Mariana, ya basta! —gritó mi madre desde la cocina, con la voz quebrada por la rabia y el cansancio—. Si no te divorcias de ese bueno para nada, no cuentes más conmigo. Ni un peso más, ¿me oyes?
Me quedé paralizada en el umbral, con las manos temblorosas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Andrés estaba en la sala, mirando el partido en la televisión, ajeno a la tormenta que se desataba en la cocina de mi infancia. Mi hijo, Emiliano, jugaba con sus carritos en el piso, sin entender por qué su abuela lloraba y su madre no podía dejar de temblar.
Mi madre, Rosa, siempre fue una mujer fuerte. Crió sola a mis dos hermanos y a mí en un barrio popular de Guadalajara, trabajando como enfermera de noche y vendiendo tamales los fines de semana. Cuando conocí a Andrés en la universidad, ella fue la primera en advertirme: “Ese muchacho tiene manos suaves, Mariana. No sabe lo que es trabajar”. Yo no quise escucharla. Me enamoré de su sonrisa fácil y sus promesas de futuro.
Pero los años pasaron y las promesas se desvanecieron. Andrés perdió un empleo tras otro, siempre con excusas: que el jefe era un explotador, que el clima estaba pesado, que no era justo ganar tan poco. Yo trabajaba doble turno en una farmacia para pagar la renta y los pañales de Emiliano. Mi madre nos ayudaba con la despensa y a veces pagaba la luz cuando nos cortaban el servicio. Cada vez que le pedía ayuda, sentía cómo su mirada me juzgaba.
—No es justo, mamá —susurré esa tarde, con lágrimas en los ojos—. No puedo dejarlo así nada más. Es el padre de mi hijo.
Ella se acercó y me tomó las manos con fuerza.
—¿Y tú? ¿No eres también importante? ¿Cuánto más vas a aguantar? Ese hombre te está apagando, Mariana. No quiero verte así.
Me quedé callada. No tenía respuestas. Solo sentía una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué tenía que elegir entre mi madre y mi esposo? ¿Por qué nadie veía lo difícil que era todo?
Esa noche, cuando llegamos a casa, Andrés me preguntó qué había pasado.
—Nada —mentí—. Solo cosas de mi mamá.
Él ni siquiera insistió. Se sirvió una cerveza y volvió al sillón. Yo me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida sentada en la tapa del inodoro.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre dejó de contestar mis mensajes. Cuando fui a buscar a Emiliano después del kinder, ella ni siquiera me miró a los ojos. Sentí que me arrancaban una parte del alma.
En el trabajo, mis compañeras murmuraban a mis espaldas. Sabían que dependía de mi madre para sobrevivir. Una vez escuché a Lucía decir: “Pobre Mariana, con ese marido flojo…”. Quise gritarle que no era tan fácil, que nadie entiende lo que pasa dentro de una casa ajena.
Una tarde, después de una discusión por dinero con Andrés —él quería comprarse unos tenis nuevos con el poco efectivo que teníamos—, exploté.
—¡¿Por qué no buscas trabajo?! ¡Estoy harta de ser yo la que sostiene todo!
Él me miró con desprecio.
—Siempre igual contigo. ¿Ahora también vas a ser como tu mamá? ¿Nunca vas a confiar en mí?
Me quedé muda. Sentí que me ahogaba en mi propia casa.
Esa noche dormí junto a Emiliano. Lo abracé fuerte y le prometí en silencio que algún día todo sería diferente.
Pasaron semanas así: silencios largos, peleas cortas, miradas llenas de reproche. Mi madre seguía firme en su decisión. Un día me llamó mi hermano Javier desde Monterrey.
—Mamá está preocupada por ti —me dijo—. Pero también está cansada, Mariana. Dice que si no haces algo por ti misma ahora, nunca lo harás.
Sentí rabia hacia todos: hacia mi madre por su dureza, hacia Andrés por su indiferencia, hacia mí misma por no saber salir del pozo.
Un viernes por la noche, mientras lavaba los platos y Emiliano dormía, Andrés llegó borracho. Me pidió dinero para irse con sus amigos al billar. Le dije que no había dinero ni para el camión.
—¡Eres una amargada! —gritó—. Por eso nadie te quiere.
Me temblaron las piernas pero no lloré. Por primera vez sentí algo diferente: una chispa de dignidad encendiéndose dentro de mí.
Al día siguiente fui a ver a mi madre. Toqué la puerta con miedo. Ella abrió y me abrazó sin decir nada.
—No sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Tengo miedo de quedarme sola… pero ya no puedo más.
Ella me acarició el cabello como cuando era niña.
—No estás sola, hija. Pero tienes que decidir qué vida quieres para ti y para Emiliano.
Esa noche hablé con Andrés. Le dije que necesitábamos separarnos por un tiempo. Él se rió en mi cara y salió dando un portazo.
Los primeros días fueron terribles: Emiliano preguntaba por su papá; yo lloraba en silencio para que no me viera débil; mi madre me ayudaba con la comida pero evitaba darme consejos.
Poco a poco empecé a sentirme más ligera. Conseguí horas extras en la farmacia y una vecina me recomendó para limpiar casas los sábados. Emiliano empezó a sonreír más seguido; yo también.
Andrés volvió varias veces a pedirme otra oportunidad, pero ya no sentí miedo ni culpa. Mi madre me miraba con orgullo silencioso cada vez que llegaba cansada pero feliz después del trabajo.
Hoy han pasado seis meses desde aquel ultimátum. No ha sido fácil; hay días en los que extraño lo poco bueno que tenía mi matrimonio y otros en los que odio a mi madre por obligarme a tomar una decisión tan dura. Pero también hay días —cada vez más frecuentes— en los que me siento fuerte y capaz de cualquier cosa.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si solo repetí el ciclo de mujeres solas luchando contra todo… ¿De verdad era necesario llegar al límite para despertar? ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre el amor y el deber? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?