Entre el Amor y el Deber: La Historia de una Madre Mexicana
—¡No puedes irte así, Santiago! —grité desde la puerta, con la voz quebrada y el corazón en la garganta. Él ni siquiera volteó. Solo apretó más fuerte la mano de Camila, su esposa, mientras bajaban las escaleras del edificio. Mi esposo, Ernesto, estaba sentado en el sillón, con la mirada perdida en la televisión apagada. Nadie en casa dormía desde hacía semanas.
Todo empezó hace un año, cuando Santiago llegó a casa con la noticia que cambió nuestras vidas: “Mamá, Camila está embarazada. Nos vamos a casar.” Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Santiago tenía apenas veinte años, estaba por terminar la prepa abierta y soñaba con estudiar ingeniería en la UNAM. Camila era una muchacha dulce, de familia humilde, pero igual de joven e inexperta.
—¿Y tus estudios? —le pregunté esa noche, tratando de no llorar frente a él.
—Voy a trabajar, mamá. No puedo dejar sola a Camila ahora.
Ernesto no dijo nada. Solo se levantó de la mesa y salió al patio a fumar, como hacía cada vez que no podía con la realidad. Yo me quedé sentada, mirando el plato frío y vacío, preguntándome en qué momento perdí el control de mi familia.
Los primeros meses fueron un caos. Camila se mudó con nosotros porque su mamá no podía mantenerla y su papá había desaparecido hacía años. Yo intenté ser comprensiva, pero la casa se sentía cada vez más pequeña. Los gritos de Ernesto porque Santiago no encontraba trabajo, los llantos de Camila por las náuseas del embarazo, y mis propias lágrimas ahogadas en la almohada cada noche.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Camila hablando por teléfono en la sala:
—Mamá, aquí no me quieren… No sé si hice bien en venirme…
Sentí una punzada de culpa. ¿Tan mala suegra era? ¿De verdad estaba haciendo lo correcto al exigirles que siguieran bajo mi techo? Pero también pensaba en mi hijo: si lo dejaba irse, ¿cómo iba a sobrevivir? ¿Cómo iba a mantener a una familia sin estudios ni trabajo fijo?
El día que nació Emiliano, todo cambió. Lo sostuve en mis brazos y sentí una mezcla de amor y miedo. Era hermoso, tan pequeño y frágil. Pero también era el recordatorio de todo lo que Santiago había dejado atrás por una decisión apresurada.
Las peleas aumentaron. Ernesto quería que Santiago se fuera a buscar trabajo fuera de la ciudad; yo insistía en que terminara la prepa aunque fuera por las noches. Camila solo quería paz para su bebé. Una noche, después de una discusión especialmente fuerte sobre los gastos de la casa, Santiago explotó:
—¡Ya basta! ¡No somos tus hijos pequeños! ¡Camila y yo queremos nuestro propio espacio!
Me quedé helada. Ernesto se levantó furioso y salió dando un portazo. Camila lloraba en silencio en el cuarto con Emiliano. Yo me senté en la cocina y lloré como no lo hacía desde que murió mi madre.
Al día siguiente, Santiago anunció que se irían a vivir con la mamá de Camila en Iztapalapa. “Allá hay más espacio”, dijo. “Y yo puedo buscar trabajo cerca.” Sentí que me arrancaban un pedazo del alma. Pero no podía detenerlo más.
Las semanas siguientes fueron un vacío. La casa estaba silenciosa y ordenada, pero fría como nunca antes. Ernesto apenas hablaba conmigo; solo preguntaba por Emiliano de vez en cuando. Yo me refugiaba en las fotos viejas de Santiago cuando era niño, preguntándome si todo esto era culpa mía por haber sido tan dura o por no haberlo dejado volar antes.
Un domingo cualquiera, Santiago vino a visitarnos con Emiliano en brazos. Se veía cansado pero feliz. Camila sonreía tímida desde la puerta.
—Mamá… —dijo Santiago— Gracias por todo lo que hiciste por nosotros. Sé que fue difícil.
Lo abracé fuerte, sintiendo el peso de los meses pasados entre mis brazos.
Ahora escribo esto mientras escucho el eco de sus risas lejanas desde el parque al otro lado de la calle. Me pregunto si hice bien en proteger tanto a mi hijo o si debí dejarlo tomar sus propias decisiones antes. ¿Cuántas madres latinoamericanas han sentido este mismo dolor? ¿Hasta dónde llega el deber y dónde empieza el amor verdadero?
¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar? ¿Vale más cuidar o dejar volar?