Entre el amor y el desarraigo: la historia de Doña Mercedes
—¡No, Mercedes, no puedes dejar los trastes ahí!—gritó Julián desde la sala, mientras yo apenas terminaba de lavar la última olla del desayuno. Su voz retumbó en el pequeño departamento como un trueno inesperado. Sentí el agua tibia escurriéndose entre mis manos temblorosas y, por un segundo, quise responderle. Pero me mordí la lengua. Otra vez.
Nunca imaginé que a mis sesenta y siete años terminaría así: arrinconada en la esquina de una sala ajena, en lo que alguna vez fue mi propio hogar. Hace dos años, cuando mi hija Lucía me llamó llorando desde Guadalajara, supe que tenía que dejar todo atrás. «Mamá, las niñas me necesitan. No puedo sola con las gemelas y el trabajo», me suplicó. Yo vivía tranquila en mi ranchito en San Juan de los Lagos, rodeada de mis plantas y los recuerdos de mi difunto esposo, Don Ernesto. Pero el amor por Lucía y mis nietas pudo más que mi apego a la tierra.
Vendí mis gallinas, regalé mis macetas y empaqué mi vida en dos maletas viejas. Llegué al pueblo con el corazón apretado pero lleno de esperanza. Pensé que sería bienvenida, que mis manos servirían para dar calor y apoyo. Pero desde el primer día, Julián —el esposo de mi nuera— dejó claro que aquí las reglas eran suyas.
—Aquí todos cooperamos, ¿eh? Nada de estar de ociosa —me dijo la primera noche, mientras Lucía miraba al suelo y las niñas jugaban con sus muñecas.
Al principio creí que era cuestión de tiempo. Que Julián se acostumbraría a mi presencia y que Lucía intercedería por mí. Pero los días se volvieron semanas y las semanas meses. Pronto, hasta mi cuarto —ese cuartito minúsculo junto al baño— se llenó de cajas y herramientas de Julián. Mis cosas quedaron apiladas en una esquina, cubiertas con una sábana vieja.
Las gemelas, Sofi y Vale, eran mi alegría. Cada tarde las recogía del kínder y les preparaba arroz con leche como les gustaba. Sus risas llenaban el vacío de mi pecho. Pero hasta eso empezó a molestarle a Julián.
—No les des tanto dulce, Mercedes —me regañó un día—. Luego no duermen y Lucía se queja.
Lucía… Mi niña ya no era la misma. El trabajo la tenía agotada y apenas hablábamos más allá de lo necesario. A veces la veía llorar en silencio en la cocina, pero cuando intentaba abrazarla, se apartaba.
—Mamá, no hagas problemas —me decía bajito—. Es por el bien de todos.
¿El bien de todos? ¿Y yo? ¿En qué momento dejé de contar?
Las noches eran lo peor. Me acostaba temprano para no estorbar en la sala, donde Julián veía fútbol a todo volumen con sus amigos. A veces escuchaba sus risas burlonas y sentía que hablaban de mí. Me tapaba los oídos con la almohada y rezaba para no llorar.
Un domingo, mientras preparaba mole para toda la familia, escuché a Julián hablando por teléfono:
—Sí, aquí vive la suegra de Lucía… No hace nada más que estorbar —decía riendo—. Pero ni modo, hay que aguantarla.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era yo ahora? ¿Una carga?
Empecé a salir más seguido al parque del barrio. Me sentaba en una banca bajo el árbol de jacaranda y miraba a los niños jugar. A veces platicaba con Doña Rosa, otra abuela que cuidaba a su nieto mientras los papás trabajaban en la fábrica.
—No es fácil —me confesó un día—. Una hace todo por los hijos, pero a veces parece que nunca es suficiente.
Sus palabras me calaron hondo. Recordé cuando Lucía era niña y yo trabajaba doble turno para darle lo mejor. ¿En qué momento se rompió ese lazo?
Una tarde, mientras barría el patio, escuché una discusión fuerte entre Lucía y Julián.
—¡Ya basta! ¡No quiero que le hables así a mi mamá! —gritó Lucía.
Me quedé paralizada tras la puerta. Por primera vez en meses sentí que alguien me defendía. Pero Julián respondió con furia:
—¡Pues si tanto te molesta, que se vaya! Aquí no hay espacio para todos.
Lucía salió llorando al patio y me abrazó fuerte.
—Perdóname, mamá… No sé qué hacer —sollozó.
La abracé como cuando era niña y le prometí que todo estaría bien, aunque yo misma no lo creía.
Esa noche no pude dormir. Pensé en regresar al rancho, pero ¿cómo dejar a Lucía y las niñas? ¿Cómo volver a empezar sola?
Al día siguiente, mientras preparaba café, Julián entró a la cocina sin mirarme.
—Voy a necesitar tu cuarto para guardar unas cosas —dijo seco—. Puedes dormir en el sofá.
Sentí que el mundo se me venía encima. Mi último refugio desaparecía ante mis ojos.
Esa tarde fui al parque y lloré como no lo hacía desde la muerte de Ernesto. Doña Rosa me vio y se sentó a mi lado sin decir nada. Solo me tomó la mano.
—A veces hay que pensar en una misma —me dijo suavemente—. Nadie más lo va a hacer por ti.
Sus palabras me dieron valor. Esa noche hablé con Lucía.
—Hija, creo que es hora de buscar otro lugar… No quiero ser motivo de pelea ni carga para nadie.
Lucía lloró conmigo y me pidió perdón una y otra vez. Me prometió ayudarme a buscar un cuartito cerca para poder seguir viendo a las niñas.
Hoy escribo esto desde una habitación pequeña pero mía, con mis macetas en la ventana y fotos de mis nietas en la pared. Las veo cada fin de semana y disfruto cada minuto con ellas sin sentirme invisible ni estorbo.
A veces me pregunto: ¿Por qué las mujeres siempre tenemos que elegir entre nuestro bienestar y el de nuestra familia? ¿Cuántas abuelas hay como yo, callando dolores por amor? ¿Hasta cuándo vamos a normalizar este sacrificio silencioso?