Entre el amor y el desarraigo: La historia de un nieto perdido
—¡No me vuelvas a hablar así delante del niño, Santiago! —gritó Mariana, con los ojos llenos de rabia y lágrimas, mientras mi nieto Emiliano apretaba su osito de peluche en la esquina del comedor.
Yo estaba ahí, como tantas veces, intentando que la cena no se enfriara y que la tormenta pasara. Pero esa noche supe que nada volvería a ser igual. Santiago, mi hijo, se levantó de golpe, tirando la silla al suelo. Mariana lo miró con ese fuego que siempre la caracterizó, ese mismo fuego que alguna vez me hizo pensar que sería la mujer perfecta para él. Pero el amor se les había ido desgastando entre cuentas sin pagar, jornadas dobles y sueños rotos.
—¡Ya basta! —dijo Santiago—. No puedo más, Mariana. No quiero seguir así.
El silencio fue tan denso que sentí que me ahogaba. Emiliano, con apenas seis años, miraba a su padre como si esperara una explicación. Yo quise abrazarlo, pero mis manos temblaban. ¿En qué momento todo se había ido al carajo?
Esa noche, después de que Mariana se encerró en el cuarto y Santiago salió dando un portazo, me senté junto a Emiliano en el piso frío de la cocina. Le acaricié el cabello y le susurré una canción de cuna que le cantaba a su papá cuando era niño. Él no lloró. Solo me miró con esos ojos grandes y oscuros, llenos de preguntas que yo tampoco sabía responder.
Al día siguiente, Mariana hizo las maletas. Santiago no volvió hasta la madrugada. Yo preparé café para los dos, pero él solo se sirvió un trago de tequila y se fue a dormir al sillón. Mariana se llevó a Emiliano por unos días, pero pronto volvió para dejarlo conmigo.
—No puedo con esto, señora Rosa —me dijo, sin mirarme a los ojos—. Necesito tiempo. Santiago no quiere saber nada de mí ni del niño.
Me quedé sola con mi nieto en ese departamento pequeño de la colonia Narvarte. Los días pasaban lentos; Emiliano preguntaba por sus papás y yo inventaba historias para no romperle el corazón. Pero los niños sienten más de lo que uno cree.
Una tarde, mientras hacíamos la tarea juntos, Emiliano me preguntó:
—Abue, ¿por qué mis papás ya no me quieren?
Sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas pude responderle:
—Claro que te quieren, mi amor. Solo están… tristes y confundidos. Pero tú eres lo más importante para ellos.
Mentí. Porque en ese momento ni Santiago ni Mariana contestaban mis llamadas. Cada uno estaba sumido en su propio dolor, en su propio orgullo. Yo también tenía mis demonios: siempre fui dura con Santiago, exigente hasta el cansancio. Quizá por eso él nunca aprendió a pedir perdón ni a ceder.
Los días se volvieron semanas. Mariana consiguió trabajo en otra ciudad; Santiago empezó a salir con amigos y a llegar cada vez más tarde. Emiliano dejó de preguntar por ellos. Se volvió callado, retraído. Yo hacía lo posible por mantenerlo ocupado: lo llevaba al parque, le cocinaba sus platillos favoritos, le inventaba juegos para que no sintiera el vacío.
Pero una noche lo encontré llorando en silencio bajo las cobijas.
—Quiero irme con mi mamá —me dijo—. O con mi papá… No quiero estar solo.
Sentí una rabia inmensa contra mi hijo y contra Mariana. ¿Cómo podían ser tan egoístas? ¿Cómo podían dejar a su hijo así? Pero también sentí culpa: ¿qué hice mal como madre? ¿Por qué mi familia se estaba desmoronando?
Intenté hablar con Santiago:
—Hijo, tienes que ver a Emiliano. Él te necesita.
—No puedo, mamá —me respondió sin mirarme—. No sé cómo hacerlo… Siento que todo lo arruiné.
—No es momento para tus culpas —le dije—. Es momento de ser padre.
Pero él solo se encogió de hombros y salió otra vez.
Mariana tampoco respondía mis mensajes. Me enteré por una vecina que estaba viviendo con una amiga en Monterrey y que apenas tenía para comer. Le mandé dinero sin decirle nada; ella me agradeció con un mensaje frío y distante.
El tiempo pasó y Emiliano terminó el ciclo escolar conmigo. En la ceremonia de clausura todos los niños estaban acompañados por sus padres; él solo tenía a su abuela. Sentí una mezcla de orgullo y tristeza cuando lo vi recibir su diploma con una sonrisa tímida.
Una tarde lluviosa de julio, Santiago llegó borracho a casa. Se tiró en el sillón y empezó a llorar como cuando era niño.
—Perdóname, mamá —me dijo entre sollozos—. No sé cómo arreglar esto…
Lo abracé fuerte, como hacía años no lo hacía.
—Aún puedes hacerlo —le susurré—. Pero tienes que quererlo.
Esa noche hablamos largo y tendido sobre el pasado: sobre su infancia difícil después de que su papá nos dejó; sobre mis errores como madre; sobre sus miedos como hombre y como padre. Lloramos juntos hasta quedarnos dormidos en el sillón.
Al día siguiente le pedí que llevara a Emiliano al parque. Al principio dudó, pero luego aceptó. Cuando regresaron vi algo distinto en los ojos de mi nieto: una chispa de esperanza.
Poco a poco Mariana también empezó a llamar por videollamada. Emiliano sonreía al verla en la pantalla; ella lloraba al verlo crecer desde lejos.
Un día le propuse algo a Santiago:
—¿Por qué no intentan una custodia compartida? Emiliano necesita a los dos… aunque ustedes ya no estén juntos.
Él dudó mucho, pero finalmente accedió a hablar con Mariana. Fue una conversación difícil; hubo gritos, reproches y lágrimas. Pero también hubo acuerdos: Emiliano pasaría temporadas con cada uno, y yo seguiría siendo su refugio cuando todo se pusiera difícil.
Hoy Emiliano tiene ocho años. Va y viene entre Monterrey y Ciudad de México; a veces me pregunta por qué no puede tener una familia como las demás. Yo le digo que cada familia es diferente, pero que el amor nunca falta mientras estemos juntos.
A veces me pregunto si hice lo correcto al intervenir tanto; si debí dejar que cada quien resolviera sus propios problemas. Pero cuando veo a Emiliano reír otra vez, siento que valió la pena cada sacrificio.
¿Hasta dónde debe llegar una abuela para proteger a su nieto? ¿Cuántas familias en nuestro país viven historias parecidas? Ojalá algún día aprendamos a dejar el orgullo atrás antes de perder lo más valioso: nuestros hijos.