Entre el amor y el dolor: La historia de Simón y su perro Bruno

—¡Simón, ya basta! Ese perro nos va a volver locos a todos— grita mi madre desde la cocina, mientras el olor a café quemado se mezcla con el de la humedad que nunca abandona nuestra casa en las afueras de Medellín.

Me quedo quieto, con la mano en la puerta, escuchando los sollozos de Bruno al otro lado. No puedo dejarlo solo, no otra vez. La última vez que lo hice, cuando fui a buscar trabajo al centro, regresé y encontré el patio lleno de hoyos, la tierra removida como si Bruno hubiera intentado cavar hasta encontrarme. Mi hermana Mariana me miró con esa mezcla de lástima y fastidio que tanto detesto.

—Ese perro está loco, Simón. ¿Por qué no lo regalas?— me dijo, cruzada de brazos, mientras Bruno se acurrucaba a mis pies, temblando.

Pero ¿cómo explicarle que Bruno es lo único que me queda de papá? Cuando él murió, hace dos años, fue Bruno quien se quedó a mi lado, lamiendo mis lágrimas en las noches en que el dolor era tan grande que no podía respirar. Mi madre, consumida por la tristeza y la rabia, apenas si me hablaba. Mariana se fue a vivir con su novio a Envigado y yo me quedé solo, con Bruno y el eco de los gritos de mi padre en la memoria.

A veces pienso que Bruno siente mi ausencia más que nadie. Cuando salgo, aunque sea por unas horas, deja de comer, se echa junto a la puerta y aúlla tan fuerte que los vecinos han venido a quejarse más de una vez. La señora Gloria, la vecina de al lado, me mira con ojos de reproche cada vez que paso.

—Ese animal no deja dormir a nadie, mijo. ¿No ve que aquí hay gente enferma?

Yo bajo la cabeza y me disculpo, pero por dentro me hierve la sangre. Nadie entiende lo que significa Bruno para mí. Nadie sabe que, sin él, probablemente ya me habría ido de esta casa, de esta vida.

El problema es que Bruno también trae problemas. No tenemos dinero para veterinario, y cuando se enfermó hace unos meses, tuve que pedirle plata prestada a Don Ernesto, el dueño de la tienda. Ahora le debo hasta los saludos. Mi madre me lo recuerda cada vez que puede.

—¿Vas a seguir gastando en ese perro mientras aquí no hay ni para el arroz?

A veces me siento egoísta. Veo a mi madre fregando los platos con las manos agrietadas, a Mariana peleando con su novio por teléfono, y yo aquí, aferrado a un perro que solo me da más preocupaciones. Pero luego Bruno me mira con esos ojos grandes, llenos de amor y miedo, y sé que no puedo dejarlo. No después de todo lo que hemos pasado juntos.

Una noche, después de una discusión especialmente fuerte con mi madre, salí al patio y me senté junto a Bruno. Él apoyó la cabeza en mi pierna y suspiró. Yo también suspiré, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros.

—¿Qué vamos a hacer, Bruno?— le pregunté en voz baja. —No puedo dejarte, pero tampoco puedo seguir así.

Como si entendiera, Bruno se levantó y me lamió la cara. Me reí, a pesar de las lágrimas. En ese momento, supe que no importaba lo que dijeran los demás. Bruno era mi familia, mi única familia real.

Pero la vida no da tregua. Un día, al regresar de una entrevista de trabajo, encontré la puerta del patio abierta y a Bruno desaparecido. El corazón se me detuvo. Corrí por todo el barrio, preguntando a los vecinos, gritando su nombre hasta quedarme sin voz. Nadie lo había visto. La desesperación me ahogaba. ¿Y si alguien se lo había llevado? ¿Y si lo habían atropellado?

Esa noche no dormí. Mi madre me miraba en silencio, sin atreverse a decir nada. Mariana vino a verme, y por primera vez en mucho tiempo, me abrazó.

—Lo vas a encontrar, Simón. Ese perro es terco como tú.

Pasaron dos días. Dos días en los que sentí que me arrancaban el alma. Finalmente, la señora Gloria vino a buscarme.

—Simón, ven rápido. Creo que tu perro está en el solar de Don Ernesto.

Corrí como nunca. Allí estaba Bruno, sucio, asustado, pero vivo. Cuando me vio, saltó sobre mí, moviendo la cola con una alegría que me hizo llorar frente a todos.

—¿Ves?— dijo Don Ernesto, sonriendo —Ese perro te quiere más que a su vida.

Esa noche, mientras Bruno dormía a mis pies, pensé en todo lo que había pasado. En el dolor, en la soledad, en el amor incondicional de un animal que no pide nada a cambio, solo estar a tu lado.

A veces me pregunto si vale la pena tanto sacrificio. Si es justo para mi familia, para mí mismo. Pero luego miro a Bruno y sé que, aunque traiga problemas, también trae una lealtad y un amor que no se encuentran fácilmente en este mundo.

¿Hasta dónde serías capaz de llegar por alguien que te ama sin condiciones? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por ese amor? Yo todavía no tengo la respuesta, pero cada día, cuando Bruno me mira, siento que, al menos por hoy, no estoy solo.