Entre el amor y el interés: La historia de Mariana y Julián

—¿Otra vez, Julián? ¿No ves que solo te buscan cuando cobras el aguinaldo? —le susurré mientras él miraba el celular, con la voz de su madre vibrando en el altavoz.

—Mariana, por favor, no empieces —me respondió bajito, como si temiera que su madre pudiera escucharnos desde el otro lado de la ciudad de Puebla.

Yo ya estaba cansada. Llevábamos seis años de casados y, desde el principio, los padres de Julián solo aparecían cuando había dinero. Cuando nos iba mal, ni un mensaje. Pero bastaba con que Julián recibiera un bono en el trabajo o que yo vendiera bien en mi tiendita para que sonara el teléfono: “Hijo, ¿cómo estás? ¿No tendrás para prestarnos algo? Es que tu papá está enfermo…”.

A veces me sentía cruel por desconfiar. Pero la realidad era imposible de ignorar. Cuando nació nuestra hija Camila, ni siquiera vinieron al hospital. Pero cuando supieron que Julián había conseguido un mejor puesto en la fábrica, llegaron con regalos y sonrisas fingidas.

—Mariana, son mis papás —me decía Julián cada vez que yo le reclamaba—. No puedo darles la espalda.

Pero yo sí podía ver lo que él no quería aceptar: sus padres solo nos apreciaban cuando había algo que sacar. Y eso me partía el alma.

Una tarde de lluvia, mientras Camila dormía y yo trataba de cuadrar las cuentas del mes, Julián llegó con la cara desencajada.

—Mi mamá me pidió dinero otra vez —dijo, sin mirarme a los ojos—. Dice que mi papá necesita hacerse unos estudios en el IMSS, pero que no tienen para el taxi ni para la comida.

—¿Y tú qué piensas hacer? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

—No sé… Mariana, es mi papá. ¿Y si sí está enfermo?

Me acerqué y le tomé la mano. —Julián, ¿te acuerdas cuando Camila estuvo internada y ellos ni siquiera llamaron? ¿Te acuerdas cuando perdimos el trabajo y nadie nos ayudó?

Él asintió, pero sus ojos estaban llenos de culpa.

Esa noche discutimos fuerte. Yo le dije cosas horribles sobre sus padres. Él me gritó que yo era una egoísta. Camila se despertó llorando y los dos terminamos abrazados en la cama, sin saber cómo seguir adelante.

Los días pasaron y Julián empezó a cambiar. Llegaba tarde del trabajo, apenas hablaba conmigo. Una noche lo encontré llorando en la sala.

—No puedo más, Mariana —me confesó—. Siento que estoy fallando como hijo y como esposo.

Me senté a su lado y lo abracé. —No es tu culpa. Pero tienes que poner límites. Si no lo haces tú, nadie lo hará.

A la semana siguiente, los padres de Julián vinieron a la casa sin avisar. Traían bolsas vacías y caras largas.

—¿No tienes un poco de arroz? —me preguntó su madre apenas entró—. Es que no hemos comido nada en todo el día.

Sentí una mezcla de lástima y enojo. Les serví un plato caliente mientras Julián se encerraba en el baño a llorar en silencio.

Después de comer, su padre se acercó a Julián:

—Hijo, ¿no tendrás unos mil pesos que me prestes? Te juro que te los devuelvo la próxima semana.

Julián me miró buscando apoyo. Yo solo negué con la cabeza.

—No puedo, papá —dijo Julián con voz temblorosa—. Apenas nos alcanza para nosotros.

Su madre puso los ojos en blanco y murmuró algo sobre “mujeres controladoras”. Se fueron sin despedirse.

Esa noche, Julián no pudo dormir. Yo tampoco. Sentía que nuestra familia se estaba rompiendo por culpa de personas incapaces de querer sin condiciones.

Pasaron los meses y las cosas no mejoraron. Los padres de Julián dejaron de llamarlo. Ni siquiera preguntaron por Camila en su cumpleaños. Julián cayó en una tristeza profunda; dejó de reírse con Camila, dejó de hablarme como antes.

Un día, mientras lavaba los platos, escuché a Camila preguntarle a su papá:

—¿Por qué tus papás no vienen nunca?

Julián se quedó callado mucho tiempo antes de responder:

—Porque a veces la familia duele, hija.

Esa frase me partió el corazón. Decidí buscar ayuda; hablé con mi hermana Lucía y le conté todo.

—Mariana, tienes que cuidar tu familia —me dijo ella—. Los suegros van y vienen, pero tu esposo y tu hija son lo más importante.

Con ese consejo en mente, una tarde me armé de valor y hablé con Julián:

—No quiero perderte por culpa de tus padres —le dije—. Pero tampoco puedo permitir que sigan lastimándonos.

Él lloró como nunca antes lo había visto llorar. Me abrazó fuerte y me prometió que iba a cambiar las cosas.

Poco a poco, Julián empezó a poner límites. Cuando sus padres llamaban pidiendo dinero, él les decía que no podía ayudarles más allá de lo justo. Al principio fue duro; su madre le gritó por teléfono que era un mal hijo, su padre dejó de hablarle por semanas.

Pero algo cambió en nuestra casa: volvimos a reírnos juntos, a jugar con Camila en el parque los domingos, a soñar con un futuro sin miedo ni chantajes emocionales.

Un día cualquiera, mientras preparábamos tamales para vender en la feria del barrio, Julián me miró y me dijo:

—Gracias por no soltarme la mano cuando más lo necesitaba.

Yo le sonreí y sentí que todo el dolor había valido la pena si eso significaba tener una familia unida de verdad.

A veces me pregunto si hice bien en alejar a mis suegros de nuestras vidas. ¿Hasta dónde debe llegar uno por proteger a su familia? ¿Es posible sanar las heridas cuando quienes deberían amarte solo aparecen cuando hay algo para sacar?