Entre el amor y el miedo: La decisión que marcó mi familia
—¡No puedes hacerle esto, Santiago! —grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi hijo empacar la pequeña mochila azul de Emiliano. El niño, ajeno al drama, jugaba en la sala con sus carritos, repitiendo el sonido de un motor con inocencia. Mi nuera, Mariana, lloraba en silencio en la cocina, sus manos temblorosas aferradas a una taza de café frío.
Nunca imaginé que mi familia, tan unida y llena de sueños, llegaría a este punto. Santiago y Mariana siempre quisieron ser padres. Después de diez años de tratamientos fallidos, lágrimas y noches en vela, la adopción fue una luz al final del túnel. Cuando Emiliano llegó a nuestras vidas, con sus dos años y su risa contagiosa, sentí que el universo nos daba una segunda oportunidad.
Pero la realidad fue más dura de lo que todos esperábamos. Emiliano lloraba por las noches, tenía rabietas imposibles y no soportaba estar solo ni un minuto. Mariana empezó a perder peso y a aislarse. Santiago se volvía más irritable cada día. Yo trataba de ayudar, cuidando al niño cuando podía, cocinando para ellos, pero sentía que todo lo que hacía era insuficiente.
—Mamá, no podemos más —me dijo Santiago una noche, con los ojos rojos de tanto llorar—. No somos capaces. Lo vamos a devolver.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía mi propio hijo pensar en abandonar a ese niño? ¿Cómo podía siquiera pronunciar esas palabras? Recordé mi infancia en un barrio humilde de Medellín, donde los niños abandonados eran parte del paisaje, donde yo misma había visto a madres dejar a sus hijos en la puerta de la iglesia porque no podían alimentarlos. Juré que nunca permitiría que algo así pasara en mi familia.
—¿Y si fuera tu hijo biológico? ¿Lo devolverías también? —le pregunté, mirándolo directo a los ojos.
Santiago bajó la mirada. Mariana sollozó más fuerte.
—No es lo mismo, mamá —susurró él—. No lo sentimos nuestro. No podemos con esto.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada junto a la cama de Emiliano, viendo cómo dormía abrazado a su osito de peluche. Pensé en todo lo que había sufrido ese niño antes de llegar a nosotros: el abandono de su madre biológica, los meses en el hogar infantil, la incertidumbre constante. ¿Cómo podía permitir que volviera a pasar por lo mismo?
Al día siguiente fui a hablar con Mariana. La encontré sentada en el patio, mirando al vacío.
—Mariana, hija, sé que esto es difícil —le dije suavemente—. Pero Emiliano necesita una familia. Ustedes son su única oportunidad.
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—No sé qué hacer, suegra. Siento que me estoy ahogando. No duermo, no como… Siento que no soy suficiente para él.
La abracé fuerte. Recordé mis propios miedos cuando fui madre por primera vez, la sensación de no estar preparada, de fallar en cada paso. Pero también recordé cómo el amor crece con el tiempo, cómo se construye día a día.
—Nadie nace sabiendo ser madre —le susurré—. Pero si lo abandonamos ahora… ¿cómo vamos a vivir con eso?
Mariana asintió lentamente. Esa tarde hablé con Santiago. Le pedí que me dejara cuidar a Emiliano por unos días, para que ellos pudieran descansar y pensar con claridad. Aceptó sin protestar.
Los días con Emiliano fueron duros pero hermosos. Lloraba mucho al principio, buscaba a Santiago y Mariana por toda la casa. Pero poco a poco empezó a confiar en mí. Jugábamos en el parque del barrio, le contaba historias de cuando su papá era niño y le cocinaba arepas con queso, su comida favorita.
Una noche, mientras le leía un cuento antes de dormir, Emiliano me miró fijamente y me preguntó:
—¿Tú también te vas a ir?
Sentí un nudo en la garganta.
—No, mi amor —le respondí—. Yo siempre voy a estar contigo.
Esa pregunta me persiguió durante días. ¿Cuántas veces habría sentido ese miedo? ¿Cuántas veces habría perdido algo o alguien? Decidí buscar ayuda profesional para Santiago y Mariana. Les conseguí una cita con una psicóloga especializada en adopciones.
Al principio se negaron. «Eso es para locos», dijo Santiago. Pero insistí tanto que finalmente aceptaron ir.
Las sesiones fueron duras. Salían llorando casi siempre. Pero poco a poco empezaron a entender que sus miedos eran normales, que el vínculo con Emiliano podía construirse aunque no fuera biológico, que necesitaban tiempo y paciencia.
Un día Santiago llegó a mi casa y me abrazó fuerte.
—Gracias, mamá —me dijo—. No sé qué habría hecho sin ti.
Esa noche cenamos todos juntos: Santiago, Mariana, Emiliano y yo. El niño reía mientras jugaba con su papá, Mariana sonreía por primera vez en meses y yo sentí que el peso en mi pecho se aligeraba un poco.
Pero la historia no termina ahí. Todavía hay días difíciles: noches sin dormir, berrinches interminables, dudas y miedos que regresan como fantasmas del pasado. Pero ahora sabemos que no estamos solos, que pedir ayuda no es señal de debilidad sino de amor.
A veces me pregunto si hice lo correcto al intervenir tan fuerte en la vida de mi hijo y su esposa. ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a su familia? ¿Y qué pasa cuando el amor no es suficiente para curar todas las heridas?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían para evitar que un niño vuelva a ser abandonado?