Entre el amor y el olvido: La abuela invisible
—¿Mamá, puedes venir a buscar a los niños?— La voz de Camila retumbó en el altavoz del celular mientras yo intentaba terminar mi café, ese pequeño ritual que me permitía sentirme dueña de mi tiempo, aunque fuera por unos minutos.
—Claro, hija, ya voy— respondí, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago. Miré el reloj: eran las siete de la mañana y ya sabía que ese día tampoco sería mío.
Me llamo Teresa y tengo 62 años. Vivo en un barrio popular de Medellín, donde las casas están tan pegadas que los secretos se escapan por las ventanas. Siempre pensé que ser abuela era el mayor regalo que la vida podía darme. Cuando nació Samuel, mi primer nieto, sentí que la alegría de la maternidad regresaba a mí, pero sin la presión de antes: podía consentirlo, cantarle canciones viejas y preparar chocolate caliente sin preocuparme por el reloj. Pero con los años, esa dicha se fue transformando en una rutina que me devoraba poco a poco.
Camila, mi única hija, es madre soltera. Trabaja como enfermera en un hospital público y sus turnos son eternos. Yo la admiro, pero a veces siento que mi vida entera gira alrededor de sus necesidades y las de mis nietos. Nadie me preguntó si quería volver a criar niños a esta edad. Simplemente se asumió que era mi deber.
—Abuela, ¿me ayudas con la tarea?— preguntó Samuel esa tarde mientras su hermana menor, Lucía, lloraba porque no encontraba su muñeca favorita.
—Claro, mi amor— respondí, tragándome el cansancio. Mientras le explicaba las fracciones a Samuel y buscaba la muñeca de Lucía entre montañas de juguetes, pensaba en mi juventud: en los bailes con mi difunto esposo, en las tardes de amigas tomando café y riendo hasta el amanecer. ¿En qué momento dejé de ser Teresa para convertirme solo en «la abuela»?
Esa noche, mientras lavaba los platos y escuchaba el murmullo de la televisión en la sala, Camila llegó del hospital. Tenía ojeras profundas y un gesto cansado.
—Gracias, mamá. No sé qué haría sin ti— dijo abrazándome rápido antes de irse a su cuarto.
Me quedé sola en la cocina, mirando mis manos arrugadas. Nadie preguntó cómo me sentía yo. Nadie notó que llevaba semanas sin dormir bien o que mi espalda dolía cada vez más. En este país, ser abuela es casi una obligación sagrada: si no ayudas a tus hijos, eres egoísta; si lo haces demasiado, te vuelves invisible.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba arepas para todos, escuché a Camila hablando por teléfono con una amiga:
—Mi mamá siempre está aquí para ayudarme. Es lo normal, ¿no? Las abuelas siempre ayudan.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era todo lo que yo era ahora? ¿Una ayuda? ¿Un recurso más?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al balcón. La ciudad brillaba abajo como un mar de luciérnagas. Recordé cuando era joven y soñaba con viajar a Cartagena, aprender a bailar salsa como las mujeres del Caribe, escribir un libro sobre mi infancia en el campo. Todos esos sueños estaban guardados en un cajón polvoriento de mi alma.
Al día siguiente, durante el desayuno, reuní valor para hablar con Camila.
—Hija, necesito hablar contigo— dije con voz temblorosa.
Ella me miró sorprendida.—¿Pasa algo malo?
—No exactamente… Es solo que… siento que ya no tengo tiempo para mí. Me encanta cuidar a los niños, pero también extraño hacer cosas para mí misma.
Camila suspiró.—Mamá, sabes que te necesito. No podría con todo esto sola.
—Lo sé, hija. Pero también soy una persona. Quiero volver a tomar mis clases de pintura los sábados. Quiero salir con mis amigas sin sentirme culpable.
Camila guardó silencio unos segundos.—Pero eres su abuela…
—Sí, pero antes fui mujer, esposa, amiga… Y sigo siéndolo.
No fue una conversación fácil. Durante días hubo tensión en la casa; Camila parecía molesta y distante. Samuel y Lucía notaban el ambiente raro y me preguntaban si estaba triste.
Una tarde, mi vecina Rosa vino a visitarme.
—Te ves cansada, Tere. ¿Por qué no vienes al taller de bordado conmigo este jueves?— me propuso.
Sentí miedo y culpa al pensar en dejar a los niños unas horas. Pero algo dentro de mí gritaba por aire.
Esa semana fui al taller. Reí como hacía años no lo hacía; mis manos crearon flores de hilo mientras mi corazón recordaba quién era yo antes de ser solo «la abuela».
Cuando regresé a casa esa noche, Camila estaba molesta.
—¿Y si te necesitábamos?— reclamó.
—Aprenderán a arreglárselas sin mí algunas veces— respondí con suavidad pero firmeza.
Poco a poco empecé a recuperar pequeños espacios para mí: una caminata al parque los domingos temprano; tardes de café con Rosa; incluso retomé mis clases de pintura. Al principio Camila protestó mucho, pero luego empezó a organizarse mejor y hasta pidió ayuda a una vecina cuando tenía turnos dobles.
Un día Samuel me abrazó fuerte y me dijo:
—Abuela, me gusta verte feliz.
Lloré en silencio esa noche. Me di cuenta de que cuidar de mí misma también era una forma de enseñarles algo importante: que todos tenemos derecho a soñar y a ser felices, sin importar la edad ni los roles que nos imponga la familia o la sociedad.
Ahora sigo siendo abuela y ayudo cuando puedo, pero también soy Teresa: mujer de sueños viejos y nuevos, amiga leal y aprendiz eterna.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que las mujeres mayores sean invisibles? ¿Cuándo aprenderemos que cuidar de nosotras mismas también es un acto de amor hacia los demás?