Entre el amor y el orgullo: Confesiones de una suegra en Ciudad de México

—¿Por qué siempre tienes que meterte en todo, Carmen? —me gritó Fernanda desde la cocina, mientras yo sostenía el plato de arroz que acababa de preparar para Alejandro.

Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. No era la primera vez que mi nuera me hablaba así, pero cada palabra suya era como una bofetada. Alejandro, mi hijo, estaba sentado en la mesa, mirando su celular, fingiendo no escuchar. Yo quería responderle a Fernanda, decirle que solo quería ayudar, que ese arroz era la receta favorita de Alejandro desde niño, pero las palabras se me atoraron en la garganta.

No sé en qué momento me convertí en la villana de esta historia. Cuando Alejandro era pequeño, éramos inseparables. Su padre nos dejó cuando él tenía apenas cinco años y yo tuve que sacar adelante la casa sola, trabajando doble turno en una panadería del centro de Ciudad de México. Nunca me quejé. Lo hice por él, por ese niño de ojos grandes que siempre me preguntaba si algún día tendríamos una casa con jardín.

Pero ahora, cada vez que vengo a visitarlo a su departamento en Iztapalapa, siento que sobro. Fernanda me mira con desprecio y Alejandro parece no darse cuenta del hielo que hay entre nosotras. A veces pienso que preferiría que no viniera más, pero ¿cómo dejar de preocuparme por mi hijo?

—Alejandro, ¿quieres más arroz? —le pregunté con voz temblorosa.

Él levantó la vista apenas un segundo y negó con la cabeza. —Estoy bien, mamá.

Fernanda bufó y se fue al cuarto. Yo me quedé sentada frente a mi hijo, sintiendo el peso del silencio. Quise preguntarle si era feliz, si realmente amaba a Fernanda, pero no me atreví. ¿Quién soy yo para juzgar su vida?

Esa noche regresé a mi departamento en Tlalpan con el corazón hecho pedazos. Me senté en la cama y lloré en silencio. Recordé cuando Alejandro tenía fiebre y yo pasaba las noches en vela cuidándolo. Recordé sus abrazos, sus risas… ¿En qué momento me convertí en una extraña para él?

Pasaron los días y decidí no llamarlo. Pensé que tal vez si me alejaba un poco, las cosas mejorarían. Pero la soledad se hizo más grande. Mi hermana Lucía me decía que debía dejarlo vivir su vida, que los hijos no son de uno para siempre.

—Carmen, tienes que soltarlo —me repetía Lucía—. Si no te quiere cerca, ni modo.

Pero ¿cómo se suelta a un hijo? ¿Cómo se deja de ser madre?

Un domingo recibí un mensaje de Alejandro: “¿Puedes venir? Fernanda está enferma”. Mi corazón dio un brinco. Tomé el metro y llegué lo más rápido que pude. Al entrar al departamento, vi a Fernanda acostada en el sofá, pálida y sudando frío.

—Gracias por venir —me dijo Alejandro sin mirarme a los ojos.

Me acerqué a Fernanda y le puse una mano en la frente. Tenía fiebre alta. Sin pensarlo dos veces, preparé un té de manzanilla y busqué paracetamol en el botiquín. Mientras le daba el té a Fernanda, ella me miró con desconfianza.

—No quiero que pienses que no puedo cuidar de mí misma —murmuró.

—No pienso eso —le respondí suavemente—. Solo quiero ayudar.

Por primera vez vi algo distinto en sus ojos: cansancio, vulnerabilidad… tal vez un poco de gratitud. Esa noche me quedé a dormir en el sillón para vigilarla. Alejandro se acercó a mí cuando Fernanda ya dormía.

—Gracias, mamá —me susurró—. No sé qué haría sin ti.

Sentí una punzada de alegría mezclada con tristeza. ¿Por qué solo soy necesaria cuando hay problemas? ¿Por qué no puedo ser parte de su vida cotidiana?

Al día siguiente, Fernanda estaba mejor. Antes de irme, se acercó y me dijo:

—Sé que no te lo pongo fácil… pero es difícil sentir que nunca soy suficiente para ti.

Me quedé helada. ¿Eso pensaba ella? ¿Que yo la juzgaba todo el tiempo?

—Fernanda… yo solo quiero ver feliz a Alejandro —le dije—. Y si tú lo haces feliz, eso debería bastarme… pero a veces siento que lo estoy perdiendo.

Ella bajó la mirada y asintió.

—A veces siento lo mismo —confesó—. Que tú eres su verdadera familia y yo solo soy una intrusa.

Nos quedamos calladas un momento. Por primera vez entendí su miedo; era parecido al mío.

Desde ese día trato de mantenerme al margen, aunque me cueste trabajo. Aprendí a no opinar sobre todo, a no aparecer sin avisar. Pero también aprendí que el amor de madre no desaparece; solo cambia de forma.

A veces Alejandro me llama para contarme cosas pequeñas: cómo le fue en el trabajo, si vio una película nueva… Y aunque extraño los días en que era el centro de su mundo, trato de alegrarme por él.

Hoy escribo esto sentada en mi pequeño departamento, mirando las fotos viejas donde Alejandro sonríe junto a mí. Me pregunto si algún día Fernanda y yo podremos vernos como aliadas y no como rivales; si podré dejar de sentirme entre el amor y el orgullo.

¿Será posible aprender a soltar sin dejar de amar? ¿Cuántas madres allá afuera sienten este mismo vacío? Los leo…