Entre el Amor y el Orgullo: La Boda de Mariana
—¿Así que ya lo decidiste? —pregunté, sintiendo cómo la voz me temblaba, aunque intenté mantenerme firme. Mariana bajó la mirada, jugando con el anillo de plata que le regalé cuando cumplió quince años. Estábamos en la sala de mi casa en Medellín, rodeados de fotos familiares y recuerdos que ahora parecían burlarse de mí.
—Sí, papá. Quiero que sea Julián quien me lleve al altar —dijo, casi en un susurro.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Julián? ¿El hombre que llegó a nuestras vidas cuando Mariana tenía diez años, después de que su mamá y yo nos separáramos? ¿El mismo Julián que, aunque siempre fue amable, nunca dejó de ser para mí un recordatorio de mi fracaso como esposo?
No supe qué decir. Me levanté y caminé hacia la ventana, mirando las luces de la ciudad. Afuera, la vida seguía, indiferente a mi dolor. Recordé cuando Mariana era niña y corría a mis brazos después de cada partido de fútbol en el barrio. Recordé las noches en que le contaba historias para que pudiera dormir durante las tormentas eléctricas. ¿En qué momento dejé de ser su héroe?
—Papá… —Mariana se acercó, pero yo di un paso atrás.
—¿Por qué él? —pregunté, sin poder evitar que la voz se me quebrara.
—Porque… porque él estuvo ahí cuando más lo necesité —respondió ella, con lágrimas en los ojos—. Cuando tú te fuiste, yo sentí que me quedé sola. Mamá estaba destrozada y Julián fue quien me ayudó a salir adelante. No quiero herirte, pero esto es importante para mí.
Sentí rabia, tristeza y vergüenza. ¿Acaso no había hecho todo lo posible por estar presente? Sí, me fui de la casa, pero nunca dejé de buscarla, de llamarla, de mandarle mensajes. Pero tal vez eso no fue suficiente.
Esa noche no dormí. Me debatía entre el orgullo herido y el amor por mi hija. Al día siguiente, mientras tomaba café en la panadería del barrio, le conté a mi amigo Ernesto lo que había pasado.
—No seas terco, Ricardo —me dijo Ernesto—. Las cosas no siempre salen como uno quiere. Pero si le das la espalda ahora, vas a perderla para siempre.
Pero el dolor era más fuerte que la razón. Cuando Mariana me llamó para hablar de los preparativos y del dinero para la boda, le dije:
—Si decides que Julián te lleve al altar, yo no voy a pagar nada. No puedo ser parte de algo que me duele tanto.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. Luego escuché su llanto antes de que colgara.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi exesposa, Lucía, me llamó furiosa:
—¡Eres un egoísta! ¡Es su boda! ¿No ves que esto no se trata de ti?
Pero yo no podía dejar de sentirme traicionado. En mi mente, era como si todo lo que había hecho por Mariana no valiera nada. En el trabajo andaba distraído; mis compañeros notaron mi mal humor y hasta mi jefe me llamó la atención por un error en los informes.
Una tarde, mientras caminaba por el parque para despejarme, vi a una niña pequeña jugando con su papá. Se reían juntos, y por un instante sentí una punzada de nostalgia tan fuerte que tuve que sentarme en una banca. Pensé en todas las veces que Mariana me buscó y yo no supe escucharla porque estaba demasiado ocupado lamiéndome las heridas del divorcio.
Esa noche recibí un mensaje de Julián:
“Ricardo, sé que esto es difícil para ti. No quiero quitarte tu lugar como padre. Mariana te ama y te necesita. Hablemos.”
No respondí. El orgullo seguía pesando más que cualquier otra cosa.
La noticia corrió rápido entre la familia. Mi mamá me llamó desde Bucaramanga:
—Mijo, uno no puede dejarse llevar por el orgullo. La familia es lo único que tenemos en esta vida.
Pero yo seguía encerrado en mi dolor.
El día de la boda llegó más rápido de lo que esperaba. No fui invitado oficialmente, pero aún así me acerqué a la iglesia desde lejos. Vi a Mariana vestida de blanco, radiante y nerviosa. Vi cómo Julián le ofrecía el brazo y ella sonreía con gratitud y cariño.
En ese momento entendí algo: no se trataba de mí ni de Julián. Se trataba de Mariana y su derecho a elegir quién la acompañaba en uno de los días más importantes de su vida.
Me acerqué a la puerta justo cuando ella iba a entrar. Ella me vio y corrió hacia mí con lágrimas en los ojos.
—Papá…
No pude decir nada; solo la abracé fuerte, como cuando era niña.
—Perdóname —susurré—. Perdóname por dejarte sola cuando más me necesitabas.
Ella asintió entre sollozos.
—Nunca te dejé de amar, papá. Pero necesitaba sanar a mi manera.
Vi cómo Julián nos miraba desde lejos, respetuoso. Me acerqué a él y le tendí la mano.
—Gracias por cuidar de mi hija —le dije.
Él asintió con humildad.
No caminé con Mariana hacia el altar ese día, pero sentí que recuperé algo mucho más importante: su confianza y nuestro amor como padre e hija.
Ahora, mientras escribo esto desde mi pequeño apartamento y escucho las risas de Mariana al otro lado del teléfono, me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo nos robe momentos irremplazables con quienes amamos? ¿Vale la pena perderlo todo solo por tener la razón?