Entre el amor y el silencio: La historia de una madre y su hijo separados por los celos familiares

—¿Por qué no me contestas, Julián? —le susurré al teléfono, la voz quebrada, mientras la pantalla brillaba en la penumbra de mi sala. Otra vez, el tono de llamada se apagó sin respuesta. Sentí el pecho apretado, como si una mano invisible me arrancara el aire.

Hace apenas dos años, mi hijo era mi confidente. Nos sentábamos en la cocina de nuestra casa en Medellín, compartiendo café y risas. Pero desde que Camila entró en su vida, todo cambió. No puedo evitar preguntarme si fue culpa mía, o si simplemente la vida decidió arrancarme lo que más amaba.

Recuerdo la primera vez que conocí a Camila. Era una tarde lluviosa; Julián llegó con ella de la mano, sus ojos brillando de emoción. Yo preparé buñuelos y chocolate caliente para darles la bienvenida. Pero Camila apenas probó bocado y miraba su celular cada cinco minutos. «¿Te gusta la comida?», le pregunté con una sonrisa forzada. Ella solo asintió, sin mirarme a los ojos.

Desde ese día, sentí una barrera invisible entre nosotras. Intenté acercarme: le regalé una bufanda tejida por mí en su cumpleaños, la invité a las reuniones familiares, pero siempre encontraba una excusa para no quedarse mucho tiempo. Julián empezó a visitarme menos. Al principio pensé que era normal, que los recién casados necesitaban su espacio. Pero pronto las llamadas se hicieron menos frecuentes y los mensajes se volvieron monosílabos.

Una tarde de domingo, mientras preparaba el almuerzo para todos, escuché a Camila hablando por teléfono en el patio. «No soporto cómo tu mamá se mete en todo», decía en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que yo escuchara. Sentí un nudo en la garganta. ¿Era yo tan insoportable? ¿Acaso no era mi deber preocuparme por mi hijo?

Esa noche, Julián me llamó. Su voz sonaba tensa. «Mamá, Camila y yo necesitamos un poco de espacio. No podemos ir todos los domingos a tu casa». Me quedé muda. ¿Espacio? ¿Desde cuándo mi amor era una carga?

Los meses pasaron y la distancia creció como una grieta en una pared vieja. En Navidad, les preparé una cena especial y esperé hasta tarde, pero nunca llegaron. Llamé a Julián y solo recibí un mensaje: «No podemos ir, mamá. Camila no se siente bien». Lloré en silencio mientras veía las luces del árbol parpadear.

Mi hermana Lucía intentó consolarme: «Marta, dale tiempo. Los hijos crecen y hacen su vida». Pero yo sentía que algo más pasaba. Empecé a escuchar rumores en el barrio: que Camila no quería que Julián tuviera contacto conmigo porque decía que yo era controladora.

Un día, decidí enfrentar a Julián. Fui a su apartamento sin avisar. Me abrió la puerta con cara de sorpresa y detrás de él estaba Camila, cruzada de brazos.

—¿Qué haces aquí, mamá? —preguntó Julián, incómodo.
—Solo quería verte —respondí—. Hace semanas que no sé nada de ti.
Camila intervino:
—Julián está ocupado. No puedes venir sin avisar.
Sentí la humillación arderme en las mejillas.
—Solo quiero saber si están bien —dije con voz temblorosa.
Julián suspiró:
—Mamá, tienes que entender que ahora tengo mi propia familia.

Me fui con el corazón hecho trizas. Caminé bajo la lluvia hasta mi casa, sintiendo que cada gota era un reproche por no haber sabido soltar a mi hijo.

La soledad se volvió mi compañera. Empecé a dudar de mí misma: ¿Fui demasiado protectora? ¿No supe darle libertad? ¿O fue Camila quien llenó su cabeza de ideas contra mí?

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, vi a mi vecina Rosa con su nieta en brazos. Sentí una punzada de envidia y tristeza. Yo también soñaba con abrazar a mis futuros nietos, pero ahora ni siquiera sabía si algún día me dejarían conocerlos.

Intenté escribirle una carta a Julián:
«Hijo,
No sé qué hice para alejarte de mí. Si te lastimé o te hice sentir asfixiado, lo lamento desde lo más profundo de mi corazón. Solo quiero verte feliz y saber que estás bien. Siempre tendrás aquí tu casa y mi amor incondicional.
Tu mamá»

Nunca recibí respuesta.

El barrio empezó a murmurar más fuerte: «La suegra metiche», decían algunos; otros me defendían: «Pobre Marta, tan buena madre». Yo solo quería recuperar a mi hijo.

Un día recibí una llamada inesperada: era Julián.
—Mamá…
Su voz sonaba cansada.
—¿Sí? —respondí con esperanza.
—Solo quería decirte que vamos a mudarnos a otra ciudad por el trabajo de Camila…
Sentí que el mundo se me venía abajo.
—¿Y cuándo volverás? —pregunté con un hilo de voz.
—No lo sé…
Colgó antes de que pudiera decirle cuánto lo amaba.

Ahora paso los días mirando fotos viejas y preguntándome dónde fallé. ¿Fue mi amor demasiado grande? ¿O simplemente los hijos están destinados a alejarse?

A veces me pregunto: ¿Es justo que una nuera pueda separar así a una madre de su hijo? ¿O somos nosotras quienes debemos aprender a soltar aunque nos duela el alma? ¿Qué harían ustedes en mi lugar?