Entre el amor y la costumbre: La historia de Ella y su yerno

—¿Cómo que te vas a casar otra vez, Ella? —La voz de Mauricio retumbó en el altavoz del celular, tan fuerte que hasta mi hija Naomi, sentada a mi lado en la mesa de la cocina, se estremeció.

Sentí el calor subiéndome por el cuello. Había esperado cualquier reacción menos esa. ¿Por qué tenía que pedir permiso para ser feliz? ¿Por qué un hombre que apenas me conocía desde hacía cinco años creía tener derecho a opinar sobre mi vida?

—Mauricio, no te estoy pidiendo permiso —le respondí, tratando de mantener la voz firme—. Solo quería que lo supieras antes de que se enteraran por otra persona.

Del otro lado de la línea, escuché un bufido. —¿Y quién va a cuidar la casa? ¿Quién va a estar pendiente de Naomi cuando yo trabajo hasta tarde? ¿Quién va a hacer la comida? ¿O crees que aquí cualquiera puede reemplazarte?

Naomi me miró con los ojos llenos de culpa. Yo sabía que ella no pensaba igual que su esposo, pero tampoco decía nada. En ese momento, sentí que estaba sola, como tantas veces antes.

Mi historia no es diferente a la de muchas mujeres en América Latina. Fui madre joven, a los veinticinco, y desde entonces mi vida giró en torno a Naomi. Su papá nos abandonó cuando ella tenía tres años. Desde entonces, trabajé limpiando casas, vendiendo empanadas en la esquina, haciendo lo que fuera para darle lo mejor. Nunca me quejé. Nunca pedí nada para mí.

Pero ahora, después de tantos años, cuando por fin conocí a alguien —a Javier, un hombre bueno, viudo como yo, con quien compartía tardes de café y sueños sencillos—, resulta que mi felicidad era un problema para los demás.

—Mamá… —susurró Naomi, al ver que colgaba el teléfono sin despedirme—. Perdónalo. Mauricio solo está asustado…

—¿Asustado de qué? —le respondí—. ¿De tener que lavar sus propios platos? ¿De que tú tengas que aprender a cocinar sin mi ayuda? ¿O de que yo deje de ser invisible?

Naomi bajó la cabeza. Sentí lástima por ella y también por mí. Habíamos sido mejores amigas toda la vida, pero ahora había una distancia entre nosotras que no sabía cómo cruzar.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que postergué mis sueños por los demás. Recordé cuando rechacé una invitación para salir porque Naomi tenía fiebre; cuando dejé de estudiar porque no podía pagar una niñera; cuando acepté mudarme con ellos para ayudarles con el bebé recién nacido. Siempre era yo la que cedía.

Al día siguiente, Javier vino a buscarme. Traía flores y una sonrisa tímida.

—¿Todo bien? —me preguntó al ver mis ojos hinchados.

Le conté lo sucedido. Él me tomó las manos y me miró con ternura.

—Ella, tú mereces ser feliz. No tienes que pedirle permiso a nadie para vivir tu vida.

Sus palabras me dieron fuerzas. Decidí hablar con Naomi y Mauricio esa misma noche. Quería dejar las cosas claras.

Cuando llegué al departamento, Mauricio estaba sentado frente al televisor, con una cerveza en la mano. Naomi preparaba la cena en silencio.

—Necesito hablar con ustedes —dije, sin rodeos.

Mauricio ni siquiera bajó el volumen del televisor.

—Mira, Ella —empezó él—. No es por maldad. Pero aquí todos tenemos un rol. Tú eres parte fundamental de esta familia…

—No soy su empleada —lo interrumpí—. Soy la madre de Naomi y la abuela de Emiliano, pero también soy una mujer con derecho a rehacer su vida.

Mauricio bufó otra vez. —¿Y si te vas quién va a cuidar al niño cuando Naomi trabaje?

Naomi intervino por fin:

—Mauricio, ya basta. Mamá tiene razón. No podemos depender siempre de ella. Es injusto.

Me sorprendió escucharla defenderme. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi hija me veía como algo más que una extensión de sí misma.

La discusión fue larga y dolorosa. Mauricio insistía en que yo era indispensable; Naomi lloraba; yo trataba de explicarles que no los abandonaba, solo quería vivir mi propia vida.

Al final, tomé una decisión:

—Me voy a casar con Javier y me mudaré con él. Los ayudaré en lo que pueda, pero ya no viviré aquí ni seré su ama de llaves gratuita.

Mauricio se quedó callado. Naomi me abrazó llorando.

Pasaron semanas difíciles. Mauricio apenas me hablaba; Naomi venía a visitarme con Emiliano cada vez menos. Pero poco a poco las cosas fueron cambiando. Aprendieron a organizarse sin mí; contrataron una señora para ayudarles con la limpieza; Naomi empezó a cocinar recetas nuevas y hasta Mauricio aprendió a lavar ropa.

Yo también aprendí mucho: a bailar salsa otra vez; a reírme sin culpa; a mirar el futuro sin miedo.

Hoy, mientras tomo café en el balcón junto a Javier, pienso en todas las mujeres como yo: madres, abuelas, cuidadoras invisibles. ¿Cuántas veces hemos postergado nuestra felicidad por miedo al qué dirán? ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en ti misma antes que en los demás?

¿Y tú? ¿Te atreverías a elegirte primero alguna vez?