Entre el amor y la culpa: La decisión más difícil de mi vida

—¡No me lleven a ese lugar!— gritó don Rafael, su voz temblando, mientras las lágrimas le surcaban el rostro arrugado. Mi hija, Lucía, se aferraba a mi pierna, asustada por la escena. Yo sentía el corazón apretado, como si alguien lo estrujara con rabia y tristeza a la vez.

Era una tarde lluviosa en nuestro pequeño pueblo de Jalisco. El olor a tierra mojada se colaba por las ventanas abiertas de la casa de Rafael, mi padrastro, quien me crió desde que tenía cinco años. Mi madre murió joven y él fue el único que me dio cariño y disciplina, aunque nunca logré llamarlo «papá» sin sentir un nudo en la garganta. Ahora, a sus 84 años, su casa se caía a pedazos: goteras en el techo, cables pelados, la estufa apenas funcionaba y él apenas podía caminar sin tambalearse. Pero Rafael era terco como una mula y orgulloso como buen mexicano.

—No quiero irme de aquí, Mariana. Aquí viví con tu madre, aquí creciste tú. ¿Por qué me quieren sacar?— sollozaba él, mirando mis ojos con una mezcla de reproche y súplica.

Yo no podía sostenerle la mirada. Sentía que lo traicionaba. Pero también pensaba en Lucía, mi hija de seis años, que necesitaba estabilidad y alegría. Desde que su padre nos abandonó, he hecho malabares para trabajar en la tienda del pueblo y cuidar de ella. No tengo hermanos ni familia cercana; Rafael es lo único que me queda, pero también es una carga enorme.

Mi prima Yolanda me había dicho:

—Mira, Mariana, no puedes seguir así. Vas a terminar enferma tú también. Hay una casa de asistencia en Tepatitlán donde cuidan bien a los viejitos. No es abandono, es por su bien.

Pero cuando le mencioné la idea a Rafael, fue como si le hubiera dado una puñalada.

—¿Así me pagas todo lo que hice por ti? ¿Me vas a encerrar como si fuera un mueble viejo?— gritó esa tarde, y yo sentí que me partía en dos.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba la lluvia golpear el techo de lámina y pensaba en mi infancia: Rafael enseñándome a andar en bicicleta, llevándome al río los domingos, regañándome cuando sacaba malas notas pero siempre abrazándome después. ¿Cómo podía siquiera pensar en dejarlo solo? Pero también veía a Lucía durmiendo abrazada a su osito, tan inocente, tan vulnerable. Ella merecía una mamá presente, no una mujer agotada y siempre al borde del llanto.

Al día siguiente fui a la tienda y Doña Chayo, la vecina chismosa pero buena gente, me preguntó:

—¿Cómo sigue don Rafael? Ya me dijeron que se cayó otra vez.

Sentí la presión social sobre mis hombros. En el pueblo todos opinan, todos juzgan. Si lo llevaba a un asilo, dirían que soy una hija desalmada; si lo dejaba solo y le pasaba algo, sería mi culpa también.

Esa tarde llegó mi tía Rosa desde Guadalajara. Se sentó conmigo en la cocina mientras Lucía jugaba con sus muñecas.

—Mira, hija —me dijo con voz suave—, yo sé que te duele. Pero tú sola no puedes con todo. Rafael necesita cuidados que tú no puedes darle. Y Lucía te necesita entera.

Lloré en sus brazos como cuando era niña. Sentí rabia contra mi madre por haberse ido tan pronto, contra mi padre biológico por nunca aparecer, contra Rafael por ser tan terco y contra mí misma por no ser suficiente para todos.

Esa noche hablé con Rafael otra vez. Me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—No quiero hacerte daño —le dije—. Pero tengo miedo de que te pase algo aquí solo. Yo no puedo estar contigo todo el día. Lucía me necesita también.

Él me miró largo rato en silencio. Sus ojos ya no tenían rabia, solo tristeza.

—¿Y si me olvidas allá? ¿Y si nadie viene a verme? —susurró.

Me rompió el alma.

—Nunca te voy a olvidar —le prometí—. Te voy a visitar cada semana. Lucía también. Pero necesito que estés seguro…

Pasaron días de discusiones familiares, llamadas con asistentes sociales y visitas al hogar de ancianos. Rafael seguía negándose, pero cada vez estaba más débil. Una mañana lo encontré tirado en el suelo; se había caído al ir al baño y no pudo levantarse en toda la noche.

Eso fue el golpe final. Llorando, llamé a la ambulancia y lo llevamos al hospital. El médico fue claro:

—No puede vivir solo más tiempo. Es peligroso para él.

Firmé los papeles con manos temblorosas. Cuando lo llevamos al hogar de asistencia, Rafael no dijo palabra durante todo el camino. Solo miraba por la ventana con los ojos llenos de lágrimas.

El primer mes fue durísimo. Rafael apenas comía y se negaba a hablar con los otros ancianos. Yo iba cada sábado con Lucía; ella le llevaba dibujos y trataba de animarlo:

—Abuelito Rafa, mira lo que pinté para ti.

Poco a poco fue aceptando su nueva realidad. Hizo amistad con Don Ernesto, un ex maestro jubilado que le contaba chistes malos pero lograba hacerlo reír de vez en cuando.

Yo sentía culpa cada día, pero también alivio: podía dedicarle más tiempo a Lucía y trabajar sin miedo constante de recibir una llamada trágica del pueblo.

A veces sueño con mi madre y le pregunto si hice bien. Me despierto llorando y abrazando a Lucía fuerte, como si pudiera protegerla de todas las decisiones difíciles del mundo.

Hoy visité a Rafael y lo encontré jugando dominó con otros abuelos. Me sonrió débilmente al verme:

—No es mi casa —me dijo— pero aquí no estoy solo…

Salí del hogar sintiendo un vacío extraño: ni alivio total ni dolor absoluto. Solo esa mezcla amarga que deja tomar decisiones imposibles por amor.

¿Hice bien? ¿Se puede ser buena hija y buena madre al mismo tiempo? ¿Cuántas mujeres más estarán luchando con este mismo dilema en silencio?

A veces me pregunto: ¿cuándo aprenderemos a perdonarnos por no poder con todo?