Entre el amor y la escasez: Cuando la familia pesa más que el hambre

—¡Otra vez, Mariana! No quedó ni un huevo en la heladera. ¿Qué querés que le dé de comer a los chicos mañana?— La voz de Martín retumbó en la cocina, tan fría y vacía como la heladera misma. Yo apenas podía sostenerle la mirada. Sabía que tenía razón, pero también sabía que no podía dejar a Lucía y sus hijos pasar hambre.

Me apoyé contra la mesada, sintiendo el peso de la tarde sobre los hombros. Afuera, el sol se escondía tras los techos bajos del barrio San Vicente, y adentro, el silencio era tan denso que dolía. Martín seguía con la puerta de la heladera abierta, como si esperara que apareciera algo nuevo entre los estantes vacíos.

—No puedo decirle que no, Martín. ¿Qué querés que haga? ¿Que cierre la puerta en la cara de mi hermana?— Mi voz salió más débil de lo que esperaba.

Él suspiró, se pasó una mano por el pelo y bajó la cabeza. —No es justo, Mariana. Nosotros también tenemos hijos. No podemos seguir así.

Me quedé callada. Recordé la cara de Lucía esa mañana, los ojos hundidos y las manos temblorosas mientras me pedía un poco de arroz para los chicos. Desde que su marido se fue a buscar trabajo a Buenos Aires y nunca volvió, ella quedó sola con dos criaturas y una pensión que apenas alcanza para pagar el alquiler de su pieza. Yo soy su única familia acá.

La crisis en Córdoba no perdona a nadie. El supermercado sube los precios cada semana y mi sueldo como maestra apenas alcanza para cubrir lo básico. Pero ¿cómo le digo que no a Lucía? ¿Cómo le explico a mis sobrinos que esta noche no hay cena?

Martín se fue al dormitorio sin decir más. Yo me quedé en la cocina, mirando las migas sobre el mantel y pensando en cómo llegamos hasta acá. Antes, cuando mamá vivía, todo era distinto. Ella siempre decía: “En esta casa nadie pasa hambre”. Pero mamá ya no está y yo heredé esa promesa sin saber si puedo cumplirla.

Esa noche, mientras acostaba a mis hijos, escuché el celular vibrar. Era un mensaje de Lucía: “Gracias por todo, Mari. Perdón por molestarte tanto”. Sentí un nudo en la garganta. ¿Molestarme? Si supiera lo que daría por poder ayudarla sin sentir culpa ni miedo al enojo de Martín.

Al día siguiente, en la escuela, no pude concentrarme. Los chicos hablaban del partido de Talleres y yo solo pensaba en cómo estirar la plata hasta fin de mes. Al salir, pasé por el almacén y compré lo justo: un paquete de fideos y un poco de pan. La señora del almacén me miró con lástima cuando le pedí fiado.

Al llegar a casa, encontré a Lucía sentada en la vereda con sus hijos. Los nenes jugaban con una pelota desinflada y ella tenía los ojos rojos.

—¿Qué pasó?— pregunté, temiendo la respuesta.

—Nos echaron del cuarto. No pagué el alquiler este mes… No sé dónde ir— dijo ella, bajando la cabeza.

Sentí que el mundo se me venía encima. Miré a mis sobrinos, tan flacos y callados, y supe que no podía dejarlos en la calle. Pero también sabía que Martín no lo iba a soportar.

—Entren— les dije sin pensar. —Vamos a ver cómo hacemos.

Esa noche fue un caos. Mis hijos protestaron porque tenían que compartir su cuarto y Martín ni siquiera me habló durante la cena. Yo traté de hacer rendir los fideos para todos, pero las porciones eran tan pequeñas que me dolió ver las caras de hambre en la mesa.

Cuando los chicos se durmieron, Martín me enfrentó en el patio.

—¿Hasta cuándo vas a cargar con todos? ¿Y nosotros qué?— Su voz era dura pero sus ojos estaban llenos de cansancio.

—No sé… No puedo dejarlos solos— respondí, sintiendo las lágrimas quemarme los ojos.

Él se quedó callado un rato largo. Después me abrazó fuerte, como si quisiera protegerme del mundo o tal vez de mí misma.

Los días siguientes fueron una lucha constante: buscar changas para Lucía, pedir ayuda en la parroquia, estirar cada peso como si fuera oro. A veces sentía rabia; otras veces culpa; siempre miedo de no poder más.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mis hijos pelear con sus primos por un pedazo de pan. Me quebré ahí mismo, con las manos mojadas y el corazón hecho trizas.

Esa noche hablé con Lucía:

—Tenés que buscar otra solución… No podemos seguir así— le dije entre sollozos.

Ella asintió en silencio. Al día siguiente salió temprano a buscar trabajo y volvió con una sonrisa tímida: había conseguido limpiar casas dos veces por semana.

Poco a poco las cosas empezaron a mejorar. No mucho, pero lo suficiente para respirar sin sentir culpa todo el tiempo. Martín y yo aprendimos a hablar sin gritar; mis hijos entendieron lo que significa compartir aunque duela; Lucía empezó a soñar con alquilar su propio lugar otra vez.

Ahora, cuando abro la heladera y veo algo más que luz y frío, pienso en todo lo que pasamos. Y me pregunto: ¿Hasta dónde llega el deber familiar? ¿Cuánto podemos dar antes de rompernos? ¿Y si mañana vuelve a faltar todo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Dónde pondrían el límite entre ayudar y sobrevivir?