Entre el amor y la firmeza: La llamada de mi hijo

—Mamá, ¿tienes un minuto? —La voz de Santiago, mi hijo mayor, temblaba al otro lado del teléfono. Eran las diez de la noche y yo ya estaba en pijama, sentada en la cama, con la televisión encendida solo para hacerme compañía en el departamento silencioso.

—Claro, hijo. ¿Qué pasa? —respondí, aunque ya intuía la dirección de la conversación. Santiago nunca llamaba a esa hora si no era por algo urgente.

—Es que… no sé cómo decirte esto. Todo me está saliendo mal, mamá. El trabajo, la renta, hasta Mariana me dejó. Siento que no puedo más. —Su voz se quebró y sentí un nudo en el estómago.

Me quedé callada unos segundos, escuchando su respiración agitada. Recordé cuando era niño y venía corriendo a mis brazos cada vez que se caía o peleaba con su hermano menor, Emiliano. Ahora tenía treinta años y aún buscaba refugio en mí.

—Santi, sé que es difícil —dije finalmente—. Pero tienes que aprender a salir adelante solo. Yo ya hice mi parte.

Sentí su silencio como una bofetada. Al fondo se oía el bullicio de la ciudad: un claxon lejano, el rumor del metro. Santiago vivía en un pequeño departamento en Iztapalapa, lejos del barrio donde crecimos. Siempre fue el más sensible de mis hijos, el que más necesitaba palabras de aliento.

—¿Entonces no me vas a ayudar? —preguntó con voz baja.

—Te ayudo todos los días, hijo —le respondí—. Pero no puedo resolverte la vida. Ya no puedo prestarte dinero ni recibirte aquí otra vez. Tienes que intentarlo por ti mismo.

Escuché un sollozo ahogado. Me dolió más que cualquier herida física. Recordé las veces que le había dado dinero para pagar la renta, las noches en que dormía en el sillón porque él había vuelto a casa después de una ruptura o un despido. Pero también recordé las discusiones con Emiliano y Valeria, mis otros hijos, quienes decían que consentía demasiado a Santiago.

—Mamá, no entiendes… Todo está tan caro. El trabajo no alcanza. ¿Por qué no puedes ayudarme solo esta vez? —insistió.

—Porque si lo hago hoy, mañana será igual —contesté con voz firme, aunque por dentro me desgarraba.

Pensé en mi propia madre, doña Carmen, quien me enseñó a ser fuerte cuando mi esposo nos dejó hace veinte años. Yo sola saqué adelante a mis tres hijos trabajando como secretaria y vendiendo tamales los fines de semana. No fue fácil, pero aprendimos a sobrevivir sin depender de nadie.

—¿Y si me quedo en la calle? —preguntó Santiago con desesperación.

—No te vas a quedar en la calle —le aseguré—. Tienes amigos, tienes estudios, tienes salud. Busca ayuda profesional si lo necesitas, pero yo ya no puedo ser tu salvavidas cada vez que te hundes.

La conversación terminó abruptamente. Me quedé mirando el techo, luchando contra las lágrimas. ¿Era una mala madre por negarme a ayudarlo? ¿O era peor seguir alimentando su dependencia?

Al día siguiente, Valeria vino a visitarme con su hija pequeña. Mientras jugábamos con la niña en la sala, le conté lo sucedido.

—Mamá, hiciste bien —me dijo Valeria—. Santi tiene que aprender a valerse por sí mismo. Si no lo hace ahora, nunca lo hará.

Pero Emiliano me llamó por la tarde para reclamarme:

—¿Cómo pudiste dejarlo solo? Es tu hijo, mamá. Si tú no lo ayudas, ¿quién lo hará?

Me sentí atrapada entre dos fuegos: el deber de proteger a mis hijos y la necesidad de enseñarles a ser independientes. En México, las madres somos el pilar de la familia; nos enseñan a sacrificarnos siempre por los hijos. Pero ¿hasta dónde llega ese sacrificio?

Esa noche no pude dormir. Recordé los años difíciles después del abandono de su padre: las cuentas sin pagar, las noches sin cenar para que ellos comieran, las veces que tuve que pedir prestado para comprarles útiles escolares. Siempre fui fuerte por ellos. Pero ahora eran adultos y yo sentía que merecía descansar un poco.

Pasaron los días sin noticias de Santiago. Cada vez que sonaba el teléfono sentía un sobresalto en el pecho. Imaginaba lo peor: ¿y si realmente se quedaba sin hogar? ¿Y si algo le pasaba?

Una tarde recibí un mensaje suyo:

“Mamá, conseguí un trabajo nuevo en una cafetería. No es lo que esperaba pero al menos podré pagar la renta este mes. Gracias por no rescatarme esta vez.”

Lloré al leerlo. Lloré por el alivio y por la culpa. Lloré porque entendí que amar también es saber soltar.

Esa noche cené sola frente a la ventana abierta al bullicio de la ciudad. Pensé en todas las madres mexicanas que luchan cada día por sus hijos adultos; en las que sienten culpa por poner límites; en las que se preguntan si hicieron lo correcto.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de dejar que los hijos enfrenten sus propias batallas?

Quizá nunca tenga una respuesta definitiva, pero hoy sé que mi amor es tan grande como mi deseo de verlos crecer fuertes y libres.