Entre el amor y la guerra: Mi lucha por mis hijos y por mí misma
—¿Así que esto es todo para ti, Julián? ¿Trece años y ni siquiera puedes mirarme a los ojos?— Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia contenida. El eco de mis palabras rebotó en las paredes del pequeño departamento que ahora compartíamos solo por obligación.
Julián ni siquiera levantó la vista del celular. —No hagas drama, Lucía. Ya hablamos esto mil veces. No hay nada más que decir.
Me quedé de pie en medio de la sala, sintiendo cómo el aire se volvía pesado. Trece años juntos, dos hijos, y lo único que recibía eran flores en el Día de las Madres y mi cumpleaños. Ni una caricia espontánea, ni un «te quiero» sincero. Solo rutina y silencio. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?
La decisión de divorciarnos no fue repentina. Fue como una gota que cae, una y otra vez, hasta que la piedra se parte. Yo intenté todo: cambié mi look, me inscribí en clases de zumba, hasta aprendí a cocinar su plato favorito como lo hacía su mamá en Veracruz. Pero nada bastó. Julián se fue alejando poco a poco, refugiándose en el trabajo y en sus amigos del fútbol. Yo me quedé sola, invisible.
La noche en que le dije que quería el divorcio, no discutió. Solo asintió con la cabeza y se fue a dormir al sillón. Al día siguiente, me encontré llorando en el baño mientras mis hijos, Camila y Emiliano, jugaban con sus muñecos en la sala.
—Mamá, ¿por qué lloras? —me preguntó Camila al verme salir con los ojos hinchados.
—Es que me entró jabón en los ojos, mi amor —mentí, abrazándola fuerte.
El verdadero infierno empezó cuando mencioné la palabra «custodia». Julián se transformó. El hombre apático se volvió un desconocido agresivo.
—No te voy a dejar llevarte a los niños —me gritó una noche—. No eres mejor madre que yo padre.
—¡No se trata de eso! Se trata de lo que es mejor para ellos —le respondí entre sollozos.
Fue entonces cuando busqué ayuda. Natalia, mi amiga desde la universidad y ahora abogada de familia, me recibió en su oficina con un abrazo cálido y una taza de café.
—Lucía, tienes que ser fuerte. Esto va a ser largo y doloroso, pero no estás sola —me aseguró.
Empezamos a reunir pruebas: mensajes fríos, fotos familiares donde Julián ni siquiera sonreía, testimonios de mi suegra —quien siempre me quiso más que a su propio hijo— y hasta dibujos de Camila donde papá siempre estaba lejos o sin cara.
Pero Julián no se quedó quieto. De pronto empezó a llegar temprano a casa, llevaba a los niños al parque, les compraba helado y hasta les ayudaba con la tarea. Todo era una actuación para el juez, para la familia, para los vecinos.
Mi mamá me llamaba todos los días desde Puebla:
—Hija, ¿estás segura de lo que haces? Piensa en los niños…
—Mamá, ya no puedo más. No quiero que mis hijos crezcan viendo cómo su papá ignora a su mamá. Eso también es violencia —le respondía con voz cansada.
En las audiencias, Julián se mostraba como el padre perfecto. Yo temblaba cada vez que el juez me miraba como si dudara de mi capacidad para criar a mis propios hijos.
Una tarde, después de una audiencia especialmente dura, Natalia me llevó a tomar un café al parque.
—Lucía, tienes que confiar en ti misma. No eres menos por estar sola. No eres menos porque él ya no te mire como antes —me dijo tomándome la mano.
Recordé entonces todas las veces que me sentí invisible: cuando Julián prefería ver fútbol antes que cenar conmigo; cuando celebraba mis logros con un simple «qué bien»; cuando me miraba al espejo buscando defectos porque él ya no veía nada en mí.
La batalla legal se volvió pública en la familia. Mi cuñada me llamó egoísta; mi papá dejó de hablarme porque «una mujer decente aguanta por sus hijos»; hasta mi mejor amiga del barrio empezó a evitarme porque «no quería problemas».
Pero yo seguí adelante. Por Camila y Emiliano. Por mí.
El día del fallo llegó con una tormenta eléctrica sobre la Ciudad de México. El juez habló durante minutos que parecieron horas. Finalmente dictaminó custodia compartida pero residencia principal conmigo. Julián explotó:
—¡Esto es injusto! ¡Te los vas a llevar lejos de mí!
—No te los quito, Julián. Solo quiero que tengan una madre presente —le respondí con lágrimas en los ojos.
Esa noche dormí abrazada a mis hijos por primera vez en meses sin miedo a lo que vendría después. Sentí paz… y también un vacío enorme.
Hoy sigo reconstruyendo mi vida: aprendiendo a quererme sin depender de la mirada ajena; trabajando doble turno para pagar la renta; escuchando risas infantiles mezcladas con preguntas difíciles sobre papá y mamá.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí aguantar un poco más como tantas mujeres en mi familia. Pero luego veo a Camila dibujando corazones o a Emiliano durmiendo tranquilo y sé que elegí el camino más difícil pero también el más honesto.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar el sacrificio silencioso de las mujeres? ¿Cuántas Lucías más tendrán que romperse para volver a empezar? Los leo…