Entre el amor y la razón: Cuando el corazón quiere, pero la vida no deja
—¿Otra vez llegaste tarde, Emiliano? —le pregunté mientras miraba el reloj y sentía el nudo en la garganta apretarse aún más. La olla de arroz hervía en la estufa, y los niños de Emiliano, Camila y Mateo, jugaban en el patio con mis sobrinos. Él entró con la camisa arrugada y esa sonrisa cansada que siempre me desarmaba.
—Perdón, Lucía. El micro se quedó varado en la avenida y tuve que caminar desde la terminal —me dijo, dejando caer su mochila en el suelo. Yo sabía que no mentía, pero también sabía que esa era la historia de siempre: excusas verdaderas, pero excusas al fin.
Hace cuatro años que mi vida gira en torno a Emiliano. Lo conocí en una feria de libros en el centro de Medellín. Su manera de hablar sobre poesía y política me atrapó desde el primer momento. Pero nunca imaginé que amar a alguien como él sería tan difícil. Emiliano no tiene casa propia; vive saltando entre la habitación de su madre y el sofá de algún amigo. Su trabajo es inestable: hoy vende libros usados, mañana ayuda en una mudanza, pasado mañana quién sabe.
Al principio, todo era aventura. Me sentía viva, diferente a todas mis amigas que ya estaban casadas o tenían hijos propios. Yo tenía a Emiliano y su mundo caótico, sus historias de lucha social y sus sueños imposibles. Pero pronto la realidad empezó a pesar más que los sueños.
—Mamá, ¿por qué Emiliano no se queda a dormir? —me preguntó mi sobrina Valentina una noche. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que el hombre que amo no tiene dónde dormir?
Mi familia nunca aceptó del todo nuestra relación. Mi mamá decía que yo merecía algo mejor, alguien con futuro, con estabilidad. Mi papá ni siquiera le dirigía la palabra cuando venía a casa. Pero yo me aferraba a Emiliano como si fuera mi única oportunidad de sentir algo verdadero.
Las cosas se complicaron cuando su exesposa decidió mudarse a otra ciudad y dejó a Camila y Mateo bajo su cuidado. Emiliano no tenía cómo mantenerlos solo, así que los fines de semana venían a mi casa. Yo los recibía con cariño, pero también con miedo: miedo de no ser suficiente para ellos, miedo de que mi familia se hartara de tanta carga ajena.
—Lucía, yo sé que esto no es fácil para ti —me dijo Emiliano una noche mientras lavábamos los platos juntos—. Pero te juro que voy a conseguir algo mejor para nosotros.
Yo lo miré y quise creerle. Pero las cuentas seguían llegando, el dinero nunca alcanzaba y las discusiones se hacían cada vez más frecuentes.
—¿Por qué no buscas un trabajo fijo? —le reclamé una tarde después de ver cómo rechazaban su currículum en una tienda del centro.
—No es tan fácil, Lucía. No tengo estudios universitarios, y aquí nadie quiere contratar a un tipo como yo —me respondió con la voz rota.
A veces pensaba en dejarlo todo. En buscar a alguien «normal», como decían mis amigas: un hombre con sueldo fijo, casa propia y sin hijos de otra mujer. Pero entonces Emiliano llegaba con un libro viejo bajo el brazo o me recitaba un poema de Benedetti en la cocina, y yo volvía a caer.
Una noche, después de una fuerte discusión porque no había traído dinero para la cena, me encerré en el baño y lloré como nunca antes. Me miré al espejo y no reconocí a la mujer que veía: ojerosa, cansada, llena de dudas.
—¿Vale la pena todo esto? —me pregunté en voz baja.
La gota que rebalsó el vaso llegó cuando Camila enfermó de dengue y tuvimos que llevarla al hospital público. Pasamos horas esperando atención mientras Emiliano trataba de calmarla con cuentos inventados. Yo sentí una rabia inmensa contra el sistema, contra él, contra mí misma por haberme metido en ese lío.
Esa noche, mientras Camila dormía en mi cama y Emiliano en el suelo junto a ella, tomé la decisión más dura de mi vida.
Al día siguiente le pedí que saliéramos a caminar por el parque donde nos conocimos.
—Emiliano… ya no puedo más —le dije sin mirarlo a los ojos—. Te amo, pero esto me está destruyendo. No puedo seguir luchando sola contra todo.
Él guardó silencio largo rato. Luego me abrazó fuerte, como si quisiera retenerme para siempre.
—Lo entiendo, Lucía. Perdón por no poder darte lo que mereces —susurró.
Nos quedamos así mucho tiempo, llorando juntos bajo los árboles viejos del parque. Después se fue sin mirar atrás.
Han pasado meses desde ese día. A veces lo veo en la calle vendiendo libros o jugando con sus hijos en la plaza. Siento nostalgia, tristeza y también alivio. Aprendí que amar no siempre es suficiente cuando la vida te golpea con tanta fuerza.
Me pregunto si hice bien al elegir la razón sobre el corazón. ¿Cuántas mujeres en América Latina viven historias como la mía? ¿Hasta dónde es justo sacrificarlo todo por amor?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?