Entre el amor y la sangre: ¿A quién le pertenece mi hogar?
—¡No se puede vivir así, Lucía! ¡Tienes que hacer algo con tu mamá!—. La voz de Julián retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes de la casa que huele a café recién hecho y a recuerdos de infancia. Mi madre, sentada en la mesa con su taza entre las manos temblorosas, fingía no escuchar, pero yo veía cómo se le apretaba la mandíbula, cómo sus ojos se llenaban de un brillo que no era de lágrimas, sino de orgullo herido.
Yo, en medio, con el corazón hecho trizas. ¿Cómo se supone que debo elegir? Desde que papá murió, mamá y yo fuimos inseparables. Ella me enseñó a leer, a defenderme de los vecinos cuando se burlaban de mi acento costeño en la escuela de Bogotá, a cocinar arepas los domingos y a no dejarme vencer por la vida. Cuando me casé con Julián, no teníamos ni para pagar una pieza, así que ella nos abrió las puertas de su casa, su casa, la que construyó con papá a punta de sudor y préstamos imposibles.
Pero Julián nunca se acostumbró. —Tu mamá se mete en todo. No tenemos privacidad. No puedo ni ver el partido tranquilo—, repetía cada semana. Yo intentaba mediar, pero era como ponerle curitas a una herida que no deja de sangrar. Mamá, por su parte, se esforzaba por no molestar, pero su sola presencia parecía irritar a Julián. Y ahora, después de una discusión por la cena —porque mamá había preparado fríjoles y Julián odia los fríjoles—, él explotó.
—¿Por qué no entiendes que esto no es vida?— me gritó esa noche, cuando mamá ya estaba en su cuarto. —O ella o yo, Lucía. No puedo más.
Me quedé muda. Sentí que el aire se me iba de los pulmones. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía exigir que echara a mi madre de su propia casa, la única que ha conocido, la que levantó con sus manos?
Esa noche no dormí. Escuché a Julián dar vueltas en la cama, resoplando, y a mamá llorar bajito en su cuarto. Me levanté y fui a verla. La encontré sentada en la cama, mirando una foto de papá.
—Mamá, perdón— susurré, sintiéndome una niña otra vez.
Ella me miró, con esa ternura que nunca se apaga. —No tienes que elegir, Lucía. Yo me puedo ir. Ustedes son jóvenes, tienen derecho a su espacio.
—¡No!— grité, más fuerte de lo que quería. —Esta es tu casa. Yo no voy a dejar que nadie te saque de aquí.
Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. Al día siguiente, Julián se fue temprano, sin despedirse. Mamá preparó el desayuno en silencio. Yo sentía el peso de la casa sobre mis hombros, como si las paredes se cerraran poco a poco.
En el barrio, todos opinaban. Mi tía Rosa decía que una mujer debe anteponer a su esposo. Mi prima Camila, que la sangre es la sangre y que los hombres van y vienen. En la tienda, doña Marta me miraba con lástima cuando compraba pan.
Una tarde, Julián llegó borracho. Tiró la puerta, gritó que estaba harto, que sus amigos se burlaban porque vivía con la suegra. Mamá se encerró en su cuarto. Yo lo enfrenté.
—¿Por qué me haces esto?— le pregunté, la voz quebrada.
—Porque te amo, Lucía. Pero no puedo vivir así. No soy feliz. Tú tampoco lo eres—. Sus palabras me dolieron más que un golpe.
Esa noche, mamá me abrazó. —No quiero ser una carga, hija. Si quieres, me voy a vivir con tu tía en Soacha. No pasa nada.
Pero sí pasaba. Yo no podía imaginar la casa sin ella, sin su risa, sin su olor a colonia barata y a guayaba madura. Pero tampoco podía seguir viendo a Julián tan infeliz, tan ajeno.
Pasaron los días. Las discusiones se hicieron rutina. Julián dejó de hablarme. Mamá apenas salía de su cuarto. Yo iba al trabajo como un fantasma, sin ganas de volver a casa.
Una tarde, encontré a mamá empacando sus cosas en una maleta vieja. —Ya hablé con tu tía. Me voy mañana— dijo, sin mirarme.
Me arrodillé a su lado, llorando como cuando era niña. —No te vayas, mamá. No me dejes sola.
Ella me acarició el pelo. —No estás sola, hija. Pero tienes que vivir tu vida. Yo ya viví la mía.
Esa noche, Julián llegó temprano. Me miró, serio. —¿Ya lo decidiste?
—¿Decidir qué?— le respondí, cansada.
—Si te quedas conmigo o con tu mamá.
Sentí rabia, tristeza, miedo. ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué el amor se convierte en una batalla?
Mamá se fue al día siguiente. La casa se sintió vacía, fría. Julián intentó acercarse, pero yo ya no era la misma. Algo se había roto dentro de mí.
Hoy, meses después, sigo preguntándome si hice lo correcto. Veo a Julián y siento cariño, pero también resentimiento. Hablo con mamá por teléfono todos los días, pero su voz suena lejana, cansada.
¿De verdad una mujer debe elegir entre el amor y la sangre? ¿Es justo que nos pongan en esa encrucijada? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?