Entre el Amor y la Sangre: La Boda que Dividió a mi Familia
—¡No quiero volver a verlo en esta casa, Mariana! —gritó mi mamá, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada por la rabia y el dolor. Yo estaba parada frente a ella, temblando, con el vestido de novia colgado en mi habitación y la invitación en la mano. Afuera, el cielo de Medellín amenazaba con una tormenta, como si el universo mismo supiera que ese día nada iba a ser fácil.
No era la primera vez que discutíamos por mi papá. Desde que le conté que estaba embarazada, hace ya seis años, todo cambió entre nosotros. Él, que siempre había sido distante pero generoso con el dinero, se transformó en un hombre frío y controlador. «Ese niño es mío también, Mariana. No vas a irte de esta casa con mi nieto», me dijo una noche, apretando los puños sobre la mesa de la cocina. Yo tenía apenas diecinueve años y sentí que el mundo se me venía encima.
Mi mamá, Lucía, había criado sola a mis dos hermanos y a mí desde que mi papá se fue con otra mujer. Pero cuando supo que yo quería invitarlo a mi boda, sintió que la estaba traicionando. «Después de todo lo que nos hizo, ¿vas a dejarlo entrar como si nada?», me preguntó una y otra vez. Yo no sabía cómo explicarle que, a pesar de todo, él seguía siendo mi papá.
Recuerdo el día en que dejé de recibir su ayuda. Fue como si me cortaran las alas. De un momento a otro, tuve que buscar trabajo mientras terminaba la universidad y cuidaba de mi hija, Valentina. Mi mamá me apoyó en todo lo que pudo, pero nunca dejó de recordarme que él no merecía ni un segundo más de nuestra atención.
Pero ahora estaba a punto de casarme con Andrés, el hombre que me enseñó a confiar de nuevo. Él venía de una familia tradicional de Cali, donde los padres siempre estaban presentes en los momentos importantes. «¿No te gustaría que tu papá te entregara en el altar?», me preguntó una noche mientras cenábamos arepas y chocolate caliente en nuestro pequeño apartamento. Yo no supe qué responderle.
La decisión me carcomía por dentro. ¿Era justo dejar fuera a mi papá por todo lo malo que había hecho? ¿O debía respetar el dolor de mi mamá y protegerla de una nueva herida? Mis hermanos estaban divididos: Camilo decía que debía invitarlo porque era nuestro padre; Laura, en cambio, apoyaba a mi mamá y me decía que no podía olvidar el pasado tan fácilmente.
La noche antes de la boda, no pude dormir. Me levanté y fui al balcón a mirar las luces de la ciudad. Sentí un nudo en la garganta y las lágrimas comenzaron a correr sin control. De pronto, escuché la puerta abrirse suavemente.
—¿No puedes dormir? —era mi mamá, envuelta en su bata azul.
—No sé qué hacer, má —le confesé—. Siento que haga lo que haga voy a lastimar a alguien.
Ella se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—Tú no tienes la culpa de lo que pasó entre tu papá y yo —me dijo—. Pero tienes que entender que para mí es muy difícil verlo después de todo lo que sufrimos.
—Lo sé… pero también es mi papá —susurré—. Y aunque me falló muchas veces, no puedo borrarlo de mi vida.
Mi mamá suspiró largo y tendido. Por primera vez vi en sus ojos más cansancio que enojo.
—Haz lo que tu corazón te diga —me dijo finalmente—. Pero prométeme algo: no permitas nunca que nadie te haga sentir menos por tus decisiones.
La mañana siguiente llegó con un sol radiante. Me vestí en silencio mientras Valentina jugaba con los zapatos blancos sobre la cama. Cuando llegó el momento de salir hacia la iglesia, sentí el corazón desbocado. Afuera, vi a mi papá esperándome junto al carro. Llevaba un traje gris y una corbata azul celeste; parecía nervioso, como si fuera él quien se iba a casar.
—¿Lista? —me preguntó con una sonrisa temblorosa.
—Sí —le respondí, aunque no estaba segura de nada.
Caminamos juntos hacia el altar mientras todos los ojos estaban puestos en nosotros. Sentí las miradas incómodas de algunos familiares y los susurros detrás de mí. Pero también sentí la mano firme de mi papá sosteniéndome, como si por un momento todo lo malo se hubiera desvanecido.
Cuando llegamos al altar, busqué con la mirada a mi mamá. Estaba sentada en primera fila, con los ojos llenos de lágrimas pero también con una leve sonrisa. En ese instante entendí que las familias nunca son perfectas; están hechas de heridas y cicatrices, pero también de amor y segundas oportunidades.
Después de la ceremonia, hubo un silencio incómodo durante el brindis. Mi papá se acercó a mi mamá y le extendió la mano.
—Gracias por cuidar tan bien de nuestra hija —le dijo con voz baja.
Mi mamá dudó un segundo antes de aceptar el gesto. No fue un perdón total, pero sí un pequeño paso hacia adelante.
Esa noche, mientras bailaba con Andrés bajo las luces del salón y Valentina corría entre las mesas riendo feliz, sentí una paz nueva dentro de mí. Tal vez nunca logre unir del todo a mi familia, pero al menos aprendí a escuchar mi propio corazón.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces debemos elegir entre el pasado y el presente? ¿Es posible perdonar sin olvidar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?