Entre el amor y la sangre: La boda secreta de Santiago
—¿Por qué no puedes entender que la amo? —grité, con la voz quebrada, mientras mi madre me miraba con esos ojos duros que sólo mostraba cuando sentía que el mundo se le escapaba de las manos.
Mi nombre es Santiago Restrepo. Nací en Medellín, hijo único de una madre que lo dio todo por mí y de un hombre que, aunque no llevaba mi sangre, me enseñó a ser quien soy. Mi papá biológico se fue cuando yo tenía cinco años, y aunque nunca lo entendí del todo, aprendí a no preguntar. Mi padrastro, Don Ernesto, llenó ese vacío con paciencia y cariño. Pero había algo que ni él ni mi mamá podían controlar: sus expectativas.
Desde pequeño fui el centro de sus vidas. No había cumpleaños sin fiesta, ni Navidad sin regalos. Pero ese amor tenía un precio: debía ser el hijo perfecto, el estudiante ejemplar, el profesional exitoso. Y, sobre todo, debía elegir bien a la mujer que compartiría mi vida.
Conocí a Camila en la universidad. Ella venía de Buenos Aires, hija de una familia sencilla, criada entre mates y tangos, con una risa contagiosa y una mirada que parecía entenderlo todo. Nos enamoramos rápido, como si el tiempo no existiera para nosotros. Pero cuando la llevé a casa por primera vez, su acento porteño y su manera directa de hablar chocaron con la formalidad paisa de mi familia.
—¿Y tus padres a qué se dedican? —preguntó mi mamá, con esa sonrisa tensa que usaba cuando algo no le gustaba.
—Mi papá es colectivero y mi mamá trabaja en una panadería —respondió Camila, sin titubear.
Sentí el silencio caer como una losa sobre la mesa. Don Ernesto intentó romper el hielo hablando de fútbol, pero mi mamá ya había decidido: Camila no era suficiente para su hijo.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Cada vez que salía con Camila, mi mamá me llamaba para saber dónde estaba. Me preguntaba si no prefería salir con Laura, la hija del socio de Don Ernesto. Me recordaba lo mucho que habían sacrificado por mí.
—Santi, vos sos nuestro orgullo —me decía Don Ernesto—. No queremos verte sufrir después.
Pero yo ya había tomado una decisión. Camila era mi hogar, aunque eso significara perder el que siempre había conocido.
Un día, mientras caminábamos por el Parque Lleras, Camila me miró a los ojos y me dijo:
—¿Y si nos casamos en Buenos Aires? Nadie tiene que saberlo hasta que estemos listos.
La idea me asustó y me emocionó al mismo tiempo. ¿Sería capaz de hacerle eso a mi familia? ¿De traicionar todo lo que me habían dado?
Pero el amor puede más que el miedo. Así que mentí. Les dije que iba a un congreso académico en Argentina. Mi mamá me preparó una maleta con arequipe y bocadillos para “que no extrañara la tierrita”. Don Ernesto me abrazó fuerte antes de irme.
En Buenos Aires, Camila y yo nos casamos en una pequeña iglesia de San Telmo. Su familia nos recibió con lágrimas y abrazos sinceros. Sentí por primera vez lo que era pertenecer a algo sin condiciones.
Volví a Medellín con un anillo escondido en el bolsillo y un secreto ardiendo en el pecho. Durante semanas fingí normalidad. Pero la culpa me carcomía cada vez que veía a mi mamá rezando por “la buena esposa” que algún día tendría.
Una tarde, mientras cenábamos bandeja paisa, mi mamá notó el anillo en mi dedo.
—¿Y eso? —preguntó, con la voz temblorosa.
No pude mentir más.
—Me casé con Camila en Buenos Aires —dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. No quise decírselos porque sabía que no lo aceptarían.
El silencio fue absoluto. Don Ernesto bajó la mirada. Mi mamá se levantó de la mesa sin decir palabra y se encerró en su cuarto. Esa noche escuché su llanto ahogado detrás de la puerta.
Los días siguientes fueron un desfile de reproches y silencios incómodos. Mi mamá dejó de hablarme durante semanas. Don Ernesto intentó mediar:
—Santi, tu mamá sólo quiere lo mejor para vos… pero también tenés derecho a ser feliz.
Me sentí dividido entre dos mundos: el de la familia que me crió y el de la mujer que elegí amar. Camila me llamaba cada noche desde Buenos Aires, preguntando si algún día podríamos vivir juntos sin secretos ni culpas.
Un domingo cualquiera, mi mamá apareció en mi cuarto con los ojos hinchados:
—¿Por qué nos hiciste esto? ¿Tan poco confiabas en nosotros?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que su amor era tan grande que me asfixiaba? ¿Que preferí mentir antes que verla sufrir?
Pasaron meses antes de que las cosas empezaran a sanar. Un día llevé a Camila a casa otra vez. Mi mamá apenas le dirigió la palabra, pero al menos no se fue del comedor. Don Ernesto le sirvió café y le preguntó por su familia en Buenos Aires.
No sé si algún día mi mamá aceptará del todo a Camila. Pero aprendí que la felicidad nunca es perfecta; siempre hay alguien que paga el precio por ella.
A veces me pregunto: ¿Hice bien en elegir mi propio camino aunque eso rompiera el corazón de quienes más amo? ¿Cuántos de ustedes han tenido que elegir entre su familia y su felicidad?