Entre el amor y la sangre: La decisión que partió mi vida en dos

—¡No más, Magdalena! O tu mamá o yo. Decide ahora mismo.

El grito de Julián retumbó en las paredes de nuestro pequeño departamento en la colonia Narvarte. Mi madre, doña Carmen, apenas podía sostenerse en pie junto al marco de la puerta, su rostro pálido y los ojos apagados por la enfermedad. Yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía estar viviendo esto? ¿Cómo podía el hombre con quien compartí quince años de mi vida exigirme semejante cosa?

Todo comenzó dos meses antes, cuando recibí la llamada de mi hermana menor, Lucía, desde Veracruz. “Mamá está muy mal, Magda. No puede ni levantarse. El doctor dice que necesita cuidados constantes.” Lucía tiene tres hijos pequeños y un marido que apenas gana para el gasto. Yo, en cambio, vivía en la ciudad, con un trabajo estable como contadora y un esposo que siempre había dicho que mi familia era su familia. O eso creí.

—Julián, mamá no puede quedarse sola —le dije esa noche, con voz temblorosa—. No hay dinero para una enfermera y Lucía no puede dejar a los niños. Solo nos queda traerla aquí.

Él suspiró fuerte, sin mirarme.

—¿Y quién va a pagar todo eso? ¿Quién va a cuidar de ella? Tú trabajas todo el día. ¿O piensas que yo voy a hacerme cargo?

—Podemos organizarnos…

—¡No! —me interrumpió—. Ya bastante tengo con tus problemas familiares.

Pero no había opción. A la semana siguiente, viajé a Veracruz y traje a mamá conmigo. La instalé en el cuarto de visitas, le compré una cama ortopédica y adapté el baño como pude. Al principio, Julián apenas cruzaba palabra con ella. Pero pronto su indiferencia se volvió hostilidad.

—¿Por qué no le vendes su departamento? —me dijo una noche mientras cenábamos en silencio—. Así pagamos una enfermera o que se vaya a un asilo.

Sentí un nudo en la garganta. El departamento de mamá era lo único que tenía después de toda una vida de trabajo como maestra rural. Además, ¿cómo podía pensar en venderlo? Era su refugio, su historia.

—No puedo hacerle eso —le respondí—. Ella confió en mí.

Él golpeó la mesa con el puño.

—¡Pues entonces que se vaya! Aquí no hay espacio para las dos.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Julián salía temprano y regresaba tarde, cada vez más frío y distante. Yo me desvivía entre el trabajo y los cuidados de mamá: cambiando sábanas, preparando sopas, llevándola al seguro social para sus diálisis. A veces lloraba en silencio mientras lavaba los platos o me duchaba rápido antes de irme a la oficina.

Una noche, mientras le cambiaba el suero a mamá, ella me tomó la mano con fuerza.

—Hija… no quiero ser una carga para ti —susurró—. Si Julián no me quiere aquí, llévame a un asilo.

Me arrodillé junto a su cama y lloré como una niña.

—No digas eso, mamá. Tú eres mi madre. No te voy a abandonar.

Pero la presión crecía. Julián dejó de hablarme por completo. Empezó a dormir en el sillón y a salir los fines de semana sin decirme adónde iba. Una tarde encontré mensajes en su celular con otra mujer: “Ya no aguanto más aquí”, “Magda solo piensa en su mamá”. Sentí que me rompía por dentro.

Cuando lo confronté, él no negó nada.

—¿Qué esperabas? —me dijo con desprecio—. Yo también tengo derecho a vivir tranquilo. Si prefieres ser la sirvienta de tu madre, allá tú.

Esa noche dormí abrazando a mamá como cuando era niña y temía a las tormentas del puerto. Al día siguiente, Julián me dio el ultimátum: “O ella o yo”.

Llamé a Lucía llorando. “No puedo más”, le dije entre sollozos. Ella también lloró conmigo al teléfono.

—Haz lo que te dicte tu corazón, Magda —me dijo—. Pero recuerda que mamá siempre estuvo para nosotras cuando papá se fue.

Pasé días sin dormir, debatiéndome entre la culpa y el miedo al futuro. ¿Y si me quedaba sola? ¿Y si nunca volvía a amar? Pero cada vez que veía los ojos cansados de mamá o escuchaba su voz suave diciéndome “gracias, hija”, sentía que estaba haciendo lo correcto.

Una mañana encontré las maletas de Julián junto a la puerta.

—Me voy —dijo sin mirarme—. No quiero volver hasta que tu madre se haya ido.

No respondí nada. Solo lo vi marcharse con paso firme y sin mirar atrás.

Los días siguientes fueron duros pero extrañamente liberadores. Aprendí a pedir ayuda: los vecinos me apoyaron con las compras, Lucía venía cuando podía y hasta mi jefe me permitió trabajar desde casa algunos días. Mamá mejoró un poco; sonreía más y hasta tejía bufandas para mis amigas del trabajo.

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en el balcón, mamá me miró con ternura.

—Perdóname por haberte complicado la vida, hija.

Le tomé la mano y sentí una paz nueva dentro de mí.

—No tienes nada que perdonar, mamá. Si tuviera que elegir mil veces más, siempre te elegiría a ti.

Hoy sé que la familia no siempre es quien duerme contigo cada noche sino quien está dispuesto a quedarse cuando todo se derrumba. Julián nunca volvió; escuché que vive con otra mujer en Cuernavaca. Yo sigo aquí con mamá, aprendiendo cada día sobre el verdadero significado del amor y el sacrificio.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres han tenido que elegir entre su madre y su pareja? ¿Por qué nos ponen en ese lugar imposible? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?