Entre el amor y mi hija: La decisión que partió mi vida en dos
—¡No lo quiero aquí, mamá! ¡No quiero que venga más!— gritó Luciana, su voz temblando de rabia y miedo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Yo me quedé paralizada en la cocina, con el cuchillo aún en la mano y el aroma del arroz con pollo llenando el aire. Sentí que el mundo se me venía encima, como si el techo de nuestra casa en San Miguel de Tucumán fuera demasiado bajo para contener tanto dolor.
Hace tres años, la vida me arrancó a Javier, mi esposo, en un accidente de moto. Tenía treinta y dos años y una niña de seis que no entendía por qué su papá no volvía nunca más. Desde entonces, Luciana y yo fuimos un equipo: ella con sus dibujos pegados en la heladera, yo con mis turnos dobles en el hospital público. Aprendimos a vivir con la ausencia, a reírnos de los domingos lluviosos viendo películas viejas y a abrazarnos fuerte cuando la tristeza nos sorprendía en la madrugada.
Pero nadie te prepara para la soledad. Nadie te dice que, después del duelo, el corazón puede volver a latir. Y así fue como conocí a Andrés. Llegó una tarde al hospital con su madre enferma; su voz suave y sus ojos llenos de paciencia me hicieron sentir viva otra vez. Empezamos a vernos en secreto, primero un café, después una caminata por la plaza Independencia. Me sentía culpable por reírme otra vez, por soñar con algo más que sobrevivir.
Cuando decidí presentarle a Luciana, pensé que todo saldría bien. Andrés trajo una caja de alfajores y una sonrisa tímida. Pero Luciana apenas lo miró y se encerró en su cuarto. Esa noche, mientras yo lavaba los platos, ella apareció en la cocina con los ojos rojos.
—¿Por qué tiene que venir? ¿Ya no te acordás de papá?
Sentí un puñal en el pecho. Me arrodillé frente a ella y le acaricié el pelo.
—Nunca voy a olvidarme de tu papá, mi amor. Pero también merezco ser feliz.
Ella me miró con una mezcla de enojo y tristeza que nunca le había visto.
—Si él sigue viniendo, yo me voy a vivir con la abuela.
Esa noche no dormí. Miré fotos viejas: Javier levantando a Luciana en la pileta del club, los tres abrazados en la plaza Urquiza. ¿Era egoísta por querer rehacer mi vida? ¿Estaba traicionando la memoria de Javier?
Los días siguientes fueron un infierno. Andrés me llamaba y yo no sabía qué decirle. Luciana apenas me hablaba; se encerraba en su mundo de dibujos y música triste. Mi mamá vino a casa y me miró con esa mezcla de compasión y juicio tan típica de las madres del norte.
—Mirá, hija —me dijo mientras cebaba mate—, vos tenés derecho a ser feliz. Pero Luciana todavía está muy herida. No la apures.
—¿Y si nunca lo acepta? ¿Tengo que resignarme a estar sola?
Ella suspiró.
—Nadie te enseña a ser madre ni viuda. Pero no podés vivir tu vida para complacer a todos.
Esa tarde salí a caminar por el barrio. Vi parejas jóvenes tomando tereré en la vereda, niños jugando al fútbol en la calle de tierra. Sentí una soledad tan grande que tuve que sentarme en la plaza y llorar como una nena.
Andrés insistió en verme. Nos encontramos en una confitería del centro.
—No quiero ser un problema para vos —me dijo, tomándome la mano—. Pero tampoco quiero esconderme toda la vida.
Le conté lo que pasaba con Luciana. Él escuchó en silencio y después me abrazó fuerte.
—Yo puedo esperar —susurró—. Pero no te pierdas a vos misma por miedo.
Volví a casa decidida a hablar con Luciana. La encontré sentada en el piso de su cuarto, rodeada de hojas llenas de dibujos: familias felices, casas con ventanas grandes, un papá sonriente.
—¿Podemos hablar? —le pedí suavemente.
Ella no levantó la vista.
—¿Por qué tiene que cambiar todo? Antes éramos solo nosotras…
Me senté junto a ella.
—Sé que te duele. A mí también me costó mucho tiempo volver a sentir alegría. Pero Andrés no viene a reemplazar a tu papá. Nadie va a ocupar ese lugar.
Luciana rompió en llanto y se abrazó a mí como cuando era chiquita.
—Tengo miedo de olvidarme de él…
La apreté fuerte contra mi pecho.
—Nunca lo vamos a olvidar, mi amor. Pero también tenemos derecho a seguir adelante.
Pasaron semanas difíciles. Andrés se mantuvo al margen pero siempre presente; mensajes cortos, algún regalito para Luciana que ella rechazaba sin abrirlo. Mi mamá insistía en que tuviera paciencia; mis amigas decían que era hora de pensar en mí misma.
Una tarde, Luciana llegó del colegio más callada que nunca. Se sentó frente al televisor sin prenderlo y me miró fijo.
—¿Lo vas a elegir a él o a mí?
Sentí que el aire se volvía pesado como plomo. ¿Cómo se responde eso sin romperle el corazón?
—Nunca voy a dejarte sola —le dije—. Sos lo más importante de mi vida. Pero también necesito ser feliz…
Ella bajó la cabeza y murmuró:
—Entonces yo me voy con la abuela…
Esa noche preparé su mochila entre lágrimas. Mi mamá vino a buscarla; Luciana ni siquiera me abrazó al irse. Me quedé sola en casa, rodeada de juguetes viejos y fotos familiares.
Andrés vino a verme esa noche. Me encontró llorando en la cocina.
—No puedo hacer esto —le dije entre sollozos—. No puedo perderla…
Él me abrazó sin decir nada. Pasamos horas así, en silencio, hasta que amaneció.
Los días siguientes fueron un vacío insoportable: la casa silenciosa, la cama fría, el celular sin mensajes de Luciana. Mi mamá me llamaba para decirme que estaba bien pero no quería hablar conmigo.
Un domingo fui hasta su casa con una caja llena de recuerdos: cartas de Javier para Luciana, fotos de los tres juntos, un osito viejo que dormía con ella desde bebé.
Me arrodillé frente a mi hija y le hablé con el corazón roto:
—Te amo más que a nada en este mundo. Pero también soy humana; también necesito amor y compañía. No quiero elegir entre vos y mi felicidad…
Luciana me miró largo rato antes de abrazarme fuerte y romper en llanto.
Hoy seguimos aprendiendo juntas: ella va aceptando poco a poco la presencia de Andrés; yo trato de no apresurar nada y recordar que el amor no es una traición sino una forma de honrar lo vivido.
A veces me pregunto: ¿es posible reconstruir una familia sin perder lo que fuimos? ¿Cuántas madres habrán sentido este mismo desgarro? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?