Entre el ayer y el mañana: El dilema de una madre en una patria cambiada

—¡No entiendes nada, mamá! ¡Este barrio ya no es el mismo!— gritó Matías, su voz temblando entre la rabia y la desesperación. Yo lo miré, sintiendo cómo el corazón se me apretaba en el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba los vidrios de la ventana del comedor, y el olor a café frío llenaba el aire.

—¿Y tú crees que para mí es fácil?— le respondí, tratando de mantener la calma mientras mis manos temblaban sobre la mesa de madera gastada. —Aquí está todo lo que somos. Aquí creciste, aquí enterramos a tu abuela, aquí aprendiste a andar en bicicleta…

Matías apartó la mirada, mordiéndose los labios. Tenía razón en algo: el barrio ya no era el mismo. Desde hace años, las calles de Villa Esperanza se llenaron de rejas, alarmas y rostros desconocidos. Los vecinos de siempre se fueron marchando, unos por miedo, otros porque la vida les dio la espalda. Pero para mí, cada rincón de esta casa era un pedazo de mi historia.

—Mamá, no podemos seguir aquí. Anoche asaltaron a don Ernesto a media cuadra. ¿Y si te pasa algo?— insistió él, con esa mezcla de ternura y autoridad que solo los hijos adultos pueden tener.

Me quedé en silencio. Recordé cuando Matías era un niño y venía corriendo a mis brazos después de caerse en la plaza. Ahora era él quien quería protegerme, aunque eso significara arrancarme de raíz.

La verdad es que yo también sentía miedo. Miedo de los ruidos en la noche, de las noticias que hablaban de balaceras y robos. Pero más miedo me daba perderme a mí misma, dejar atrás las paredes que guardaban los ecos de las risas y las peleas, los cumpleaños y los duelos.

—¿Y si nos vamos y no encuentro mi lugar?— susurré, casi para mí misma.

Matías se acercó y me tomó la mano. —Podemos empezar de nuevo, mamá. Hay barrios más tranquilos, podemos buscar algo juntos…

Pero yo sabía que no era tan simple. No era solo una casa; era mi patria chica, el último refugio después de que tu papá se fue y tu hermana emigró a Chile buscando trabajo. Era el lugar donde aprendí a ser fuerte cuando la vida nos puso a prueba una y otra vez.

Esa noche no dormí. Caminé por los pasillos oscuros, tocando las fotos en las paredes: mi boda con tu papá, los carnavales en la plaza, Matías con su uniforme escolar. Cada imagen era un ancla que me ataba al pasado.

Al día siguiente, fui al mercado como siempre. Saludé a doña Rosa, aunque ya casi no nos hablamos desde que su hijo cayó preso. Compré pan donde don Luis, que ahora atiende tras una reja gruesa y apenas sonríe. Todo era igual y distinto a la vez.

En la tarde, Matías volvió con una propuesta: —Mamá, conseguí un departamento en San Miguel. Es pequeño pero seguro. Podemos mudarnos juntos hasta que te acostumbres…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Acostumbrarme? ¿A qué? ¿A vivir sin raíces?

Esa noche discutimos otra vez. —No quiero ser una carga para ti— le dije entre lágrimas.

—No eres una carga, mamá. Eres mi familia— respondió él, abrazándome fuerte.

Pero yo sabía que detrás de su preocupación había también cansancio. Cansancio de venir cada noche a revisar si cerré bien las puertas, de escuchar mis historias del pasado como si fueran cuentos viejos que ya no importan.

Los días pasaron entre cajas y recuerdos. Cada objeto que guardaba era una batalla perdida: la manta tejida por mi madre, los libros de recetas manchados de salsa, las cartas amarillas de tu papá desde el norte.

Una tarde, mientras embalaba la vajilla heredada, encontré una carta que nunca envié. Era para Matías cuando se fue a estudiar a la capital:

«Hijo querido: Sé que tienes miedo y ganas de volar al mismo tiempo. Yo también tengo miedo de quedarme sola aquí. Pero quiero que sepas que esta casa siempre será tu hogar, pase lo que pase…»

Leí esas palabras y sentí un dolor agudo en el pecho. ¿Y si ahora era yo quien debía aprender a volar?

El día de la mudanza llegó con un cielo gris y pesado. Los vecinos miraban desde lejos; algunos saludaron con pena, otros ni siquiera salieron a despedirse. Subimos las cajas al camión mientras Matías intentaba animarme:

—Mamá, vamos a estar bien. Lo prometo.

Pero yo sabía que nada volvería a ser igual.

La primera noche en el departamento nuevo fue silenciosa y fría. Extrañaba el canto del gallo al amanecer, el olor a tierra mojada después de la lluvia, las voces conocidas al otro lado del muro.

Matías me preparó té y trató de hacerme reír contando historias del trabajo. Yo sonreía por fuera pero por dentro sentía un vacío enorme.

Pasaron semanas antes de atreverme a salir sola al barrio nuevo. Todo era limpio y ordenado pero ajeno; nadie saludaba en el ascensor ni preguntaba por mi salud como antes.

Una tarde encontré un parque pequeño cerca del edificio. Me senté en una banca y vi jugar a unos niños. Cerré los ojos y por un momento imaginé que estaba otra vez en Villa Esperanza.

Esa noche le dije a Matías:

—Tal vez nunca deje de extrañar lo que perdimos… pero quiero intentar construir algo nuevo contigo.

Él me abrazó fuerte y lloramos juntos por primera vez desde que todo cambió.

Ahora entiendo que no es fácil soltar el pasado ni confiar ciegamente en el futuro. Pero quizá lo importante es no perderse uno mismo en medio del cambio.

¿Ustedes qué harían? ¿Se aferrarían al ayer o se atreverían a empezar de nuevo aunque duela? ¿Vale la pena dejar atrás todo lo conocido por amor a los hijos?