Entre el azar y el destino: cómo terminé casado por unos calzones y un terco corazón
—¡Ponte esos calzones y baja! ¡En cinco minutos estoy afuera de tu edificio!— grité al teléfono, con la voz temblando entre la rabia y la risa. No pensé que fuera a contestar. Mucho menos imaginé que mi broma sobre los calzones —esos rojos con puntitos blancos que le regalé en nuestro primer aniversario— iba a desencadenar todo lo que vino después.
Del otro lado de la línea, escuché un silencio espeso. Luego, apenas un susurro: —¿Cómo sabes…?—. Se cortó la llamada. Me quedé parado en medio del tráfico de Insurgentes, con el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho. ¿Cómo sabía qué? ¿Que los tenía puestos? ¿O que estaba a punto de tomar una decisión que cambiaría nuestras vidas?
Me llamo Emiliano Torres, tengo 32 años y hasta esa mañana creía que la vida era una sucesión de rutinas: trabajo en una agencia de publicidad, vivo en un departamento pequeño en la Narvarte y salgo con Camila desde hace tres años. Camila es todo lo contrario a mí: impulsiva, risueña, hija única de una familia tradicional de Veracruz que nunca me aceptó del todo porque, según su mamá, «los chilangos no saben amar».
Esa mañana, después de la pelea más absurda de nuestra historia —por unos calzones olvidados en mi casa—, Camila me dijo que no quería verme más. Que estaba harta de mis bromas, de mi falta de compromiso, de mi miedo a crecer. Yo, terco como siempre, le respondí con otra broma. Pero cuando colgó sin despedirse, sentí un vacío extraño. No era solo orgullo herido; era miedo real a perderla.
Corrí al Oxxo más cercano, compré unas flores marchitas y un Gansito —su favorito— y llegué a su edificio jadeando. Subí las escaleras porque el elevador nunca servía. Toqué la puerta con fuerza. Nadie abrió. Bajé al lobby y ahí estaba ella, sentada en las escaleras, con los ojos hinchados y los calzones rojos asomando bajo su falda.
—¿Por qué siempre tienes que hacerme enojar?— me dijo sin mirarme.
—Porque si no te hago enojar, te vas— respondí, intentando sonar gracioso.
Ella se levantó de golpe. —¿Y si me voy? ¿Qué vas a hacer?
No supe qué decirle. Solo extendí el Gansito como si fuera un anillo de compromiso improvisado. Camila soltó una carcajada entre lágrimas. Nos abrazamos tan fuerte que sentí que el mundo se detenía.
Pero la calma duró poco. Esa misma noche recibí una llamada de su mamá, doña Lupita:
—Emiliano, si quieres seguir viendo a mi hija, tienes que hacer las cosas bien. Nada de vivir juntos sin casarse como si fueran gringos. O se casan o se olvidan.
Camila me miró con terror cuando le conté. —¿Y ahora qué hacemos?
—Nos casamos— dije sin pensarlo. Ella abrió los ojos como platos.
—¿Estás loco?
—Un poco. Pero más loco estaría si te pierdo por culpa de unos calzones y una mamá entrometida.
Así empezó todo: una boda improvisada en el Registro Civil de Coyoacán, con mi mejor amigo Julián como testigo y su prima Marifer llorando porque «el amor verdadero sí existe». Mi mamá no pudo venir porque estaba trabajando doble turno en el hospital; su papá no vino porque nunca aprobó nuestra relación.
La fiesta fue en la azotea del edificio, con tacos al pastor y cerveza barata. Bailamos cumbia hasta que salió el sol. Por primera vez sentí que todo tenía sentido.
Pero la vida real no es una película romántica. Al día siguiente empezaron los problemas: la renta subió, Camila perdió su trabajo en la editorial y yo tuve que aceptar un proyecto mal pagado para cubrir los gastos. Las peleas se volvieron rutina: por el dinero, por los horarios, por las visitas inesperadas de doña Lupita que llegaba con tuppers llenos de arroz pero también con críticas disfrazadas de consejos.
Una noche, después de una discusión feroz por una factura del gas que nadie quería pagar, Camila explotó:
—¡Esto no era lo que quería! ¡Nos casamos por presión, no por amor!
Me quedé helado. ¿Tenía razón? ¿Habíamos confundido el miedo a estar solos con amor verdadero?
Salí a caminar por las calles mojadas de la colonia. Recordé a mi papá, que nos abandonó cuando yo tenía diez años porque «la vida es demasiado corta para quedarse donde uno no es feliz». Siempre juré que no sería como él. Pero ahí estaba yo: dudando, huyendo del conflicto en vez de enfrentarlo.
Volví a casa al amanecer. Camila estaba dormida en el sillón, abrazada a los calzones rojos como si fueran un talismán contra el dolor. Me senté a su lado y le acaricié el cabello.
—Perdón por ser tan terco— susurré.— Pero si algo he aprendido es que prefiero pelear contigo mil veces antes que vivir sin ti.
Ella abrió los ojos y sonrió débilmente.
—¿Y si intentamos hacerlo bien esta vez? Sin presiones, sin mamás metiches ni bromas estúpidas.
Asentí. Decidimos empezar de nuevo: buscar ayuda profesional, hablar más y callar menos, reírnos incluso cuando todo parece perdido.
No fue fácil. Hubo días en que quise rendirme; noches en las que Camila lloraba en silencio mientras yo fingía dormir para no enfrentar mis propios miedos. Pero también hubo momentos hermosos: desayunos improvisados en la cama, paseos por Chapultepec tomados de la mano, sueños compartidos bajo las luces parpadeantes del centro.
Un año después, seguimos juntos. No somos perfectos ni pretendemos serlo. A veces todavía peleamos por tonterías —como quién dejó los calzones tirados en el baño— pero ahora sabemos que el amor no es ausencia de problemas sino la voluntad de enfrentarlos juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántos matrimonios empiezan por accidente y cuántos sobreviven por elección? ¿Vale la pena luchar por alguien aunque todo parezca estar en contra? Yo elegí quedarme. ¿Y tú? ¿Qué harías si tu felicidad dependiera de unos simples calzones y un poco de terquedad?