Entre el deber y el amor: la decisión imposible de Camila
—¡No, Camila! ¡Ya te lo dije mil veces! Aquí no cabe nadie más —gritó Julián desde la cocina, mientras yo sostenía el teléfono con la voz temblorosa de mi mamá al otro lado.
—Pero, Julián, es mi mamá… No tiene a dónde ir. ¿Qué quieres que haga? —le respondí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho. Valeria, mi hija de cuatro años, jugaba en el suelo con sus muñecas, ajena al huracán que se desataba sobre nuestras cabezas.
Mi nombre es Camila Herrera. Tengo veintinueve años y hace siete que me casé con Julián. Vivimos en un departamento de interés social en Iztapalapa, uno de esos edificios donde las paredes parecen de papel y los problemas de los vecinos se cuelan por las rendijas. Como muchos, trabajamos los dos: yo en una papelería y Julián como chofer de microbús. Apenas nos alcanza para pagar la renta, la colegiatura de Valeria y el súper. Pero nunca imaginé que el verdadero límite no sería el dinero, sino el corazón.
Todo empezó hace dos semanas. Mi mamá, Rosa, empezó a sentirse mal. Primero fue el cansancio, luego los mareos y finalmente la caída en el mercado. El doctor fue claro: necesita reposo absoluto y alguien que la cuide. Mi hermana menor vive en Monterrey y apenas puede con sus propios hijos. Así que la única opción era traerla a vivir con nosotros.
—No podemos, Camila —insistió Julián esa noche, mientras cenábamos frijoles con huevo—. Apenas cabemos nosotros tres. ¿Dónde va a dormir tu mamá? ¿En la sala? ¿Y si se pone peor? Yo no puedo dejar de trabajar para cuidarla.
—No te estoy pidiendo eso —le dije, conteniendo las lágrimas—. Yo me encargo. Solo necesito que entiendas…
—¡No! —me interrumpió golpeando la mesa—. Ya bastante tenemos con lo nuestro. No quiero más problemas.
Valeria me miró asustada. Me levanté y fui al baño para llorar en silencio. ¿Cómo podía elegir entre mi madre y mi esposo? ¿Cómo podía dejar sola a la mujer que me dio la vida?
Esa noche casi no dormí. Recordé mi infancia en Veracruz: los días de lluvia bajo el techo de lámina, el olor a café de olla y pan dulce que preparaba mamá cuando no había para más. Recordé cómo trabajó limpiando casas para que yo pudiera estudiar la prepa. ¿Y ahora iba a darle la espalda?
Al día siguiente, fui a verla al hospital. Estaba pálida y delgada, pero sonrió al verme.
—No te preocupes por mí, hija —me dijo acariciándome la mano—. Yo me las arreglo.
Pero yo sabía que no podía. El doctor fue claro: si no descansa y recibe cuidados, podría empeorar.
Regresé a casa con el corazón hecho trizas. Julián estaba viendo fútbol con una cerveza en la mano.
—¿Y bien? —preguntó sin apartar la vista del televisor.
—La voy a traer mañana —dije firme, temblando por dentro.
Me miró como si hubiera traicionado un pacto sagrado.
—Haz lo que quieras —dijo finalmente—. Pero si esto sale mal, no me vengas a reclamar.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí que una grieta se abría entre nosotros.
Al día siguiente llevé a mamá al departamento. Valeria corrió a abrazarla y le mostró sus dibujos. Mamá sonrió débilmente y se sentó en el sillón, exhausta.
Los primeros días fueron un caos: entre mi trabajo, cuidar a Valeria y atender a mamá, apenas tenía tiempo para respirar. Julián se volvió más distante; llegaba tarde y apenas hablaba conmigo. Una noche lo escuché hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto más voy a aguantar esto…
Sentí un frío en el estómago. ¿Aguantar qué? ¿A su suegra enferma? ¿A mí?
Una tarde, mientras le daba de comer a mamá, Julián explotó:
—¡Esto ya es demasiado! ¡No puedo ni ver la tele tranquilo! ¡La casa huele a medicinas! ¡Estoy harto!
Valeria empezó a llorar. Mamá bajó la cabeza avergonzada.
—Perdón, yerno… No quiero causar problemas…
—¡No es tu culpa, mamá! —le dije abrazándola—. Todo va a estar bien.
Pero no estaba bien. Empecé a faltar al trabajo para llevarla al doctor; mi jefe me advirtió que si seguía así tendría que buscar otra empleada. El dinero empezó a faltar; Julián dejó de darme para los gastos completos.
Una noche discutimos tan fuerte que los vecinos tocaron la puerta para pedirnos que bajáramos la voz.
—¿Por qué siempre tienes que elegirla a ella? —me gritó Julián—. ¿Y yo qué? ¿No importo?
—¡Es mi madre! ¡Está enferma! ¿Qué quieres que haga?
—¡Quiero que pienses en nosotros! ¡En Valeria! ¡En ti!
Me quedé callada. ¿Y si tenía razón? Valeria empezó a enfermarse seguido; yo estaba tan cansada que apenas podía atenderla bien.
Una tarde encontré a mamá llorando en silencio en la sala.
—Perdóname, hija… Me voy mañana con tu tía Lupe al Estado de México… No quiero destruir tu familia…
Sentí que el mundo se me venía encima.
Esa noche le pedí a Julián que habláramos.
—No quiero perderte —le dije llorando—. Pero tampoco puedo abandonar a mi madre…
Él me miró cansado.
—Yo tampoco quiero perderte… Pero esto nos está matando…
Nos abrazamos llorando los dos. Por primera vez entendí que no había villanos ni héroes; solo personas tratando de sobrevivir como podían.
Al día siguiente llevé a mamá con tía Lupe. El departamento quedó en silencio; Valeria preguntó por su abuela durante días.
Hoy todo parece volver a la normalidad, pero nada es igual. A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si simplemente elegí el mal menor.
¿De verdad una mujer debe elegir entre su madre y su esposo? ¿O hay algo roto en nuestra sociedad que nos obliga a decidir cuando deberíamos apoyarnos más? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?