Entre el duelo y el olvido: Cuando mi esposo dejó de vernos

—¿Otra vez vas a ir a casa de Lucía? —le pregunté a Andrés, mi esposo, mientras él buscaba las llaves del carro con manos temblorosas.

No me miró. Solo murmuró: —Los niños no han comido bien desde ayer. Lucía está muy sola.

Sentí el nudo en la garganta, ese que se me forma cada vez que lo veo salir por la puerta sin mirar atrás. Desde que Julián, su hermano menor, murió en ese accidente absurdo en la carretera de la costa, Andrés ya no es el mismo. Antes, nuestra casa era bulliciosa, llena de risas y peleas de nuestros hijos, Camila y Mateo. Ahora, todo es silencio y miradas esquivas.

La tragedia nos golpeó a todos, pero a Andrés lo destrozó. Julián era su sombra, su cómplice desde niños en Barranquilla. Cuando el teléfono sonó aquella madrugada y escuchamos el llanto desgarrador de Lucía, supe que algo se había roto para siempre. Pero nunca imaginé que ese quiebre nos alcanzaría a nosotros también.

Al principio, entendí su dolor. Lo acompañé al velorio, lloré con él y con Lucía, abracé a mis sobrinos pequeños mientras preguntaban por su papá. Pero los días pasaron y Andrés empezó a pasar más tiempo allá que aquí. Se encargaba de las compras de Lucía, llevaba a los niños al colegio, arreglaba cualquier desperfecto en la casa. Y yo… yo me convertí en una sombra en mi propio hogar.

—Mamá, ¿por qué papá ya no cena con nosotros? —me preguntó Camila una noche, con los ojos grandes llenos de tristeza.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el dolor puede ser tan grande que te hace olvidar a los vivos?

Intenté hablar con Andrés muchas veces. Una noche, cuando volvió tarde y cansado, lo esperé en la sala.

—¿Y nosotros? —le dije sin rodeos—. ¿Te acuerdas que también tienes una familia aquí?

Él me miró como si no me reconociera. —No entiendes… Julián ya no está. Lucía está sola. Los niños…

—¡Y nuestros hijos también te necesitan! —le grité, perdiendo la compostura—. ¡Yo te necesito!

Andrés bajó la mirada. —No puedo dejarles solos…

Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí que una grieta invisible se abría entre nosotros.

Los días se volvieron rutina: Andrés salía temprano para ir a casa de Lucía y regresaba tarde, cuando los niños ya dormían. Yo me encargaba de todo: tareas escolares, compras, cuentas atrasadas porque el dinero ya no alcanzaba como antes. Empecé a sentir rabia hacia Lucía, aunque sabía que ella tampoco pidió esto. Pero sobre todo sentía rabia hacia Andrés por olvidarnos.

Una tarde, mientras recogía a Mateo del colegio, lo vi sentado solo en un rincón del patio.

—¿Qué pasa, mi amor? —le pregunté.

Él bajó la cabeza y susurró: —Papá ya no viene a verme jugar fútbol…

Me dolió hasta los huesos. Esa noche decidí que tenía que hacer algo.

Llamé a mi suegra, doña Teresa. Le conté lo que pasaba y ella suspiró al otro lado del teléfono.

—Mija, yo sé que Andrés está sufriendo mucho… pero Julián no querría esto. No querría verlos separados por su culpa.

Sus palabras me dieron valor. Al día siguiente fui a casa de Lucía sin avisar. Ella abrió la puerta sorprendida.

—¿Todo bien? —me preguntó nerviosa.

—Necesito hablar con Andrés —le dije firme.

Él salió al poco rato, con cara de cansancio.

—¿Podemos hablar afuera? —le pedí.

Nos sentamos en la acera bajo el sol ardiente del Caribe. Por un momento ninguno dijo nada.

—Andrés… —empecé con voz temblorosa—. Entiendo tu dolor y tu deseo de ayudar a Lucía y los niños. Pero también tienes una familia que te espera en casa. Camila y Mateo te extrañan. Yo te extraño.

Él apretó los puños sobre las rodillas.

—No sé cómo volver… Siento que si dejo de ayudarles, traiciono a Julián…

Me acerqué y tomé su mano.

—No es traición cuidar de los tuyos también. Julián siempre decía que tú eras el mejor papá del mundo… ¿Eso ya no es cierto?

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas por primera vez desde el funeral.

—No quiero perderlos —susurró—. Pero tampoco quiero dejar solos a Lucía y mis sobrinos…

—No tienes que elegir —le dije suavemente—. Pero tienes que estar presente para todos, no solo para unos.

Esa noche Andrés volvió temprano a casa por primera vez en meses. Cenamos juntos; Camila no paraba de hablar y Mateo le mostró un dibujo donde estábamos los cuatro tomados de la mano.

Las cosas no cambiaron de un día para otro. Andrés sigue ayudando a Lucía y sus sobrinos, pero ahora también busca tiempo para nosotros. Hay días en que recae en su tristeza y vuelve tarde; otros en los que logra reírse con los niños como antes. La herida sigue abierta, pero al menos ya no sangra tanto.

A veces me pregunto si alguna vez volveremos a ser como antes o si esta pérdida nos cambió para siempre. ¿Cuántas familias más estarán viviendo algo parecido en silencio? ¿Es posible reconstruirse después del dolor sin perderse unos a otros?