Entre el fuego y el silencio: una mañana con mi suegra
—¡Levántate, Lucía! ¿Viste lo que está pasando en tu cocina?— La voz de doña Carmen retumbó en la habitación como un trueno. Aún medio dormida, sentí que el corazón se me salía del pecho. Me levanté de un salto, tropezando con la esquina de la cama. Mi esposo, Andrés, apenas murmuró algo y se tapó la cabeza con la almohada.
Corrí por el pasillo, apenas cubriéndome con mi viejo batón floreado. El olor a quemado me golpeó antes de llegar a la cocina. Pensé en lo peor: ¿se habrá dejado el gas abierto? ¿Estará la casa por explotar? Pero al entrar, solo vi una montaña de platos sucios, restos de comida pegados en la estufa y una cafetera derramando café sobre la mesa.
Doña Carmen estaba parada en medio del desastre, con los brazos cruzados y la mirada que tantas veces me hizo sentir pequeña. —¿Así tienes tu casa? ¿Y si llega alguien?— Su voz era un látigo. Sentí la vergüenza arderme en las mejillas. Recordé a mi madre, Rosa, diciéndome de niña: “Una mujer se conoce por su cocina”.
—Perdón, doña Carmen. Anoche llegamos tarde y…—
—¡Excusas!— me interrumpió. —Cuando yo tenía tu edad, ya había criado a tres hijos y nunca dejé que mi casa se viera así. ¿Qué va a decir la familia de Andrés si se enteran?
Andrés apareció en la puerta, despeinado y con cara de fastidio. —Mamá, ya basta. No es para tanto.
Pero ella ni lo miró. —Tú cállate, Andrés. Esto es entre mujeres.
Sentí las lágrimas asomando, pero me tragué el llanto. No iba a darle ese gusto. Empecé a limpiar en silencio, mientras ella seguía murmurando cosas sobre las mujeres de antes y lo que se espera de una buena esposa.
Mientras tallaba los platos, mi mente voló a mi infancia en Veracruz. Mi madre también era dura, pero al menos me abrazaba cuando lloraba. Doña Carmen nunca me ha dado un abrazo. Siempre me mira como si yo fuera una intrusa en su familia.
—¿Y tus hijos?— preguntó de pronto.
—Están dormidos— respondí sin mirarla.
—¿Y si se despiertan y ven este desorden? ¿Qué ejemplo les das?
No contesté. Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Por qué todo recae sobre nosotras? ¿Por qué nadie le exige nada a Andrés?
Después del desayuno, doña Carmen se sentó en la sala con sus amigas del barrio, tomando café y hablando de política y chismes del pueblo. Yo seguía limpiando, mientras escuchaba sus risas y comentarios venenosos sobre otras nueras: “La nuera de Marta ni sabe cocinar arroz”, “La hija de Teresa dejó al marido porque no aguantó a la suegra”.
Me pregunté si algún día hablarían así de mí.
Al mediodía, Andrés intentó defenderme otra vez:
—Mamá, Lucía trabaja mucho. No es justo que le hables así.
Ella lo miró con desdén: —Tú no entiendes nada. Las mujeres de ahora no saben lo que es sacrificio.
Me dieron ganas de gritarle que yo sí sé lo que es sacrificio: dejar mi carrera para cuidar a los niños porque Andrés perdió su trabajo; aguantarme las críticas de su familia; vivir lejos de mi madre porque él no quiere mudarse; sonreír cuando todo lo que quiero es llorar.
Pero no dije nada. En mi familia nos enseñaron a callar para evitar problemas.
Por la tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a doña Carmen hablando por teléfono:
—No sé qué va a ser de esta muchacha… No tiene carácter… Mi hijo merece algo mejor…
Sentí un nudo en la garganta. ¿Nunca voy a ser suficiente para ella?
Esa noche, después de acostar a los niños, me senté sola en la cocina oscura. Andrés vino y me abrazó por detrás.
—No le hagas caso a mi mamá… Tú eres buena esposa y buena madre.
Pero sus palabras no llenaron el vacío que sentía adentro.
Recordé cuando recién nos casamos y doña Carmen me regaló un delantal bordado con mi nombre. “Para que aprendas a ser señora”, dijo con una sonrisa que no era sonrisa. Desde entonces sentí que tenía que demostrarle algo todos los días.
A veces pienso en irme lejos, empezar de nuevo donde nadie me juzgue por cómo limpio o cocino. Pero luego veo a mis hijos dormidos y sé que no puedo huir tan fácil.
Al día siguiente, doña Carmen se fue temprano sin despedirse. Encontré una nota en la mesa: “Espero que para la próxima vez tu casa esté presentable”.
Me quedé mirando esa hoja como si fuera una sentencia. ¿Por qué las mujeres tenemos que cargar con todo? ¿Por qué las suegras creen que pueden juzgarnos así?
Esa mañana decidí algo: no voy a dejar que su voz apague la mía. No soy perfecta, pero soy suficiente para mis hijos y para mí misma.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que nunca serán suficientes para alguien? ¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo que nos midan con reglas viejas?