Entre el fuego y la sombra de mi suegra: una vida en la cocina

—¡Mariana, apúrate con el café!— grita doña Rosa desde la sala, mientras mi hijo Emiliano corre a su alrededor con un avión de plástico. El aroma del café recién hecho apenas logra tapar el olor a cebolla que quedó de la comida del mediodía. Siento el sudor pegajoso bajando por mi espalda, pero sonrío, porque así se espera de mí: la nuera perfecta, la madre abnegada, la que nunca se cansa.

Mientras sirvo las tazas, escucho a doña Rosa reírse fuerte, esa risa que parece llenar toda la casa y que, sin embargo, me deja a mí vacía. —¡Emiliano, ven con tu abuela!— le dice, y él corre a sus brazos sin mirar atrás. Yo me quedo en la cocina, recogiendo los platos sucios y limpiando las migas que quedaron en la mesa. Pienso en cómo mi vida se ha reducido a esto: limpiar, cocinar, esperar. Esperar a que alguien note el esfuerzo, a que alguien diga «gracias».

Cuando llegué a vivir con mi esposo Andrés a esta casa en las afueras de Puebla, pensé que todo sería diferente. Él me prometió que tendríamos nuestro propio espacio, que su mamá solo vendría de vez en cuando. Pero los «de vez en cuando» se volvieron todos los días. Y cada día es igual: doña Rosa llega temprano, trae pan dulce y un montón de historias sobre cómo ella crió sola a sus hijos después de que don Ernesto se fue. Me mira con esos ojos que juzgan cada rincón de mi casa, cada mancha en el piso, cada arruga en la ropa de Emiliano.

—En mis tiempos, Mariana, las mujeres no se quejaban tanto— me dice mientras toma su café. —Uno hacía lo que tenía que hacer y punto.

Yo aprieto los dientes y sonrío. No le digo que anoche no dormí porque Emiliano tuvo fiebre, ni que Andrés llegó tarde del trabajo y ni siquiera preguntó cómo estaba. No le digo que me siento sola, invisible entre los gritos de mi hijo y las órdenes de ella.

Hoy es uno de esos días en que todo parece pesar más. El gas se acabó justo cuando iba a hervir el agua para el arroz y tuve que improvisar con lo poco que quedaba. Doña Rosa ni se inmuta; sigue jugando con Emiliano mientras yo corro de un lado a otro. Cuando por fin termino de limpiar la cocina, escucho su voz desde el patio:

—Mariana, ¿ya lavaste la ropa del niño? Mañana va a estar frío y no tiene suéter limpio.

Me trago las ganas de llorar. —Sí, doña Rosa. Ya está todo listo.

Ella asiente como si fuera lo mínimo esperado. Luego se levanta, toma su bolso y besa a Emiliano en la frente. —Nos vemos mañana, mi amor— le dice al niño. A mí solo me mira y dice: —No olvides sacar la basura antes de que pase el camión.

Cuando la puerta se cierra tras ella, siento un alivio mezclado con culpa. Miro a Emiliano jugando en el suelo y me siento mala madre por querer un poco de silencio. Me siento mala esposa por no tener ganas de arreglarme para Andrés cuando llegue. Me siento mala nuera por no ser como ella quiere.

A veces pienso en mi mamá allá en Veracruz. Ella también fue nuera, también vivió bajo la sombra de una suegra exigente. Pero siempre decía: «Hija, tú vales por lo que eres, no por lo que haces para los demás». ¿Por qué me cuesta tanto creerlo?

Esa noche, mientras lavo los platos bajo la luz amarilla de la cocina, Andrés entra y me pregunta si ya cenó su mamá. Le digo que sí, que todo estuvo bien. Él asiente distraído y se va al cuarto sin notar mis manos agrietadas ni mis ojos cansados.

Me siento en la mesa vacía y dejo caer la cabeza entre los brazos. Quisiera gritarle al mundo que estoy aquí, que existo más allá del delantal y las tareas interminables. Pero solo suspiro y me levanto a recoger los juguetes de Emiliano antes de irme a dormir.

Al día siguiente todo vuelve a empezar: doña Rosa llega temprano con su pan dulce y sus historias; Emiliano corre feliz; yo limpio, cocino, obedezco. Pero hoy decido hacer algo diferente. Cuando doña Rosa me pide otro café, le digo:

—Hoy no puedo, doña Rosa. Estoy cansada y necesito sentarme un rato.

Ella me mira sorprendida, como si nunca hubiera pensado que yo también me canso. Hay un silencio incómodo. Emiliano me mira con sus grandes ojos negros y sonríe tímido.

Por primera vez en mucho tiempo, me siento viva. Siento miedo también: miedo a no ser suficiente, miedo a decepcionar. Pero más miedo tengo de perderme a mí misma entre las expectativas de todos menos las mías.

¿Será posible encontrarme sin perderlos? ¿Cuántas mujeres más viven así, quemándose en silencio mientras otros se divierten? ¿Y si hoy decido ser yo misma aunque tiemble la voz?