Entre el olvido y el deber: la historia de Mariana
—¿Otra vez vas a salir, Daniel? —le pregunté mientras él buscaba las llaves con manos temblorosas, evitando mi mirada.
—No puedo dejar a Lucía sola, Mariana. Los niños… tú sabes cómo están desde que se fue Ernesto —respondió, casi en un susurro, como si temiera que las paredes escucharan su culpa.
Era la tercera vez esa semana que Daniel salía corriendo a casa de su cuñada. Desde que Ernesto, su hermano menor, murió en ese accidente absurdo en la carretera de Toluca, mi esposo se había convertido en una sombra en nuestra casa y un pilar en la de Lucía. Yo veía cómo se desmoronaba por dentro, pero también cómo nos dejaba caer a nosotros: a mí y a nuestros hijos, Sofía y Emiliano.
Al principio lo entendí. Todos lloramos a Ernesto; era el alma de las reuniones familiares, el que siempre tenía un chiste para romper el hielo o una mano para ayudar. Pero los días se volvieron semanas, y las semanas meses. Daniel empezó a dormir menos en casa. Las cenas familiares se convirtieron en silencios incómodos o en excusas para salir corriendo. «Lucía no sabe cómo manejar a los niños», «El pequeño Mateo no quiere ir a la escuela», «Camila llora todas las noches»… Siempre había una razón para irse.
Una noche, mientras Sofía hacía la tarea en la mesa y Emiliano jugaba con sus carritos en la sala, me senté frente a ellos y sentí un vacío tan grande que me dolió el pecho. ¿En qué momento nos habíamos vuelto invisibles para Daniel?
—Mamá, ¿papá va a venir hoy? —preguntó Sofía sin levantar la vista del cuaderno.
No supe qué responderle. Me limité a acariciarle el cabello y sonreírle con tristeza. Esa noche, cuando Daniel volvió —tarde, como siempre—, lo esperé despierta.
—¿Y nosotros? —le solté apenas entró—. ¿Cuándo nos toca a nosotros?
Él me miró con los ojos rojos, cansados.
—No es tan fácil, Mariana. Lucía está sola. Los niños… —empezó a justificarse.
—¿Y tus hijos? ¿Y yo? ¿Crees que no estamos sufriendo también? —le interrumpí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. No puedes salvarlos a todos si nos pierdes a nosotros en el camino.
Daniel se sentó en la cama y se cubrió el rostro con las manos. Por primera vez lo vi frágil, derrotado.
—No sé qué hacer —susurró—. Siento que si no estoy ahí, estoy traicionando a mi hermano.
Me acerqué y le tomé la mano. Quise decirle que lo entendía, pero también quería gritarle que yo no podía más con esta soledad disfrazada de comprensión.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas rotas y silencios largos. Mi suegra empezó a llamarme para preguntarme por Daniel; notaba su preocupación, pero también cierta crítica velada: «Él es buen hombre, Mariana. Está haciendo lo correcto». ¿Y yo? ¿No era correcto cuidar de su propia familia?
Un domingo, mientras preparaba enchiladas para el almuerzo familiar —una tradición que intentaba mantener viva—, Emiliano entró corriendo desde el patio.
—¡Mamá! ¡Papá está aquí!
Sentí una punzada de esperanza. Daniel entró con una bolsa de pan dulce y una sonrisa cansada.
—Hoy me quedo en casa —anunció, como si fuera un regalo.
La comida fue tensa al principio, pero poco a poco los niños empezaron a hablarle de sus cosas: Sofía le mostró un dibujo y Emiliano le contó sobre un gol que metió en la escuela. Yo los miraba y sentía una mezcla de alegría y resentimiento: ¿por qué tenía que rogar por algo tan básico como su presencia?
Esa noche hablamos largo y tendido. Le conté cómo me sentía invisible, cómo Sofía había dejado de preguntarle cosas porque ya no estaba para escucharla, cómo Emiliano se aferraba a mí porque temía que yo también me fuera.
Daniel lloró. Me pidió perdón entre sollozos y promesas de cambio. Pero al día siguiente volvió a salir temprano rumbo a casa de Lucía.
La situación se volvió insostenible. Empecé a sentir celos de mi cuñada; no porque pensara que había algo entre ellos —Lucía estaba demasiado rota para eso— sino porque ella tenía lo que yo había perdido: la atención total de Daniel.
Una tarde, después de dejar a los niños en la escuela, fui hasta la casa de Lucía. La encontré llorando en la cocina mientras sus hijos peleaban por un control remoto.
—No puedo más —me confesó—. Siento que le estoy robando tu esposo.
Nos abrazamos y lloramos juntas. En ese momento entendí que ninguna de las dos estaba ganando nada; ambas estábamos perdiendo algo irremplazable.
Esa noche enfrenté a Daniel con una decisión: o buscábamos ayuda juntos —terapia familiar, hablar con un sacerdote, lo que fuera— o seguiríamos perdiéndonos poco a poco.
Aceptó ir a terapia. No fue fácil; hubo reproches, lágrimas y silencios incómodos. Pero poco a poco empezamos a sanar. Daniel aprendió que ayudar no significa olvidarse de uno mismo ni de los suyos; yo aprendí que pedir ayuda no es egoísmo.
Hoy seguimos luchando por reconstruir lo nuestro. A veces recaemos; otras veces avanzamos juntos. Pero ya no somos invisibles el uno para el otro.
¿Hasta dónde llega el deber con los demás antes de romper lo propio? ¿Cuántas familias en nuestro país han vivido este mismo dolor silencioso? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?