Entre el Olvido y el Perdón: La Historia de Tomás y su Hermana

—¿Señora Valeria Ramírez?— preguntó la voz al otro lado del teléfono, con ese tono neutro que sólo los médicos saben usar cuando traen malas noticias.

Eran las dos de la mañana y mi corazón latía tan fuerte que sentí que iba a romperse. —Sí, soy yo— respondí, aunque ya intuía lo que venía. —Su hermano Tomás tuvo un accidente cerebrovascular. Está estable, pero necesita que alguien lo recoja mañana. ¿Puede venir por él?

Me quedé en silencio. El nombre de Tomás era una herida abierta en mi vida. Hacía cinco años que no lo veía, desde aquella última pelea en la casa de mamá, cuando él llegó borracho y rompió todo lo que encontró a su paso. Desde entonces, sólo sabía de él por rumores: que dormía en casas ajenas, que se tatuó el nombre de papá en el brazo izquierdo, que a veces cantaba en los bares del centro para ganarse unas monedas.

—¿Señora?— insistió la doctora. —¿Vendrá por él?

No supe qué responder. Colgué el teléfono y me senté en la cama, temblando. Mi esposo, Javier, se despertó y me miró con preocupación.

—¿Qué pasó?— preguntó.

—Es Tomás. Está en el hospital. Quieren que vaya por él.

Javier suspiró. —¿Y vas a ir?

No respondí. Recordé nuestra infancia en el barrio de San Miguelito, en las afueras de Ciudad de Panamá. Mamá trabajaba todo el día limpiando casas y papá… bueno, papá era un fantasma que sólo aparecía para gritar o golpear la mesa. Tomás siempre fue rebelde, pero también fue mi protector cuando los gritos se volvían insoportables. Hasta que creció y se convirtió en una sombra de sí mismo: drogas, peleas, promesas rotas.

Me levanté y fui a la cocina. El reloj marcaba las 2:17 am. Me serví un café y miré por la ventana las luces lejanas del barrio. ¿Por qué siempre recaía sobre mí la responsabilidad? ¿Por qué nadie más podía cargar con Tomás?

A las seis de la mañana llamé a mi hermana menor, Lucía, que vive en Costa Rica desde hace años.

—No puedo ir— me dijo apenas le conté. —Tú sabes cómo es Tomás. Siempre termina igual. Yo ya no tengo fuerzas para eso.

—Pero está solo, Lucía. No tiene a nadie más.

—¿Y nosotras qué? ¿Acaso alguna vez nos tuvo a nosotras?— Su voz era dura como una piedra. —Haz lo que quieras, pero yo no pienso volver a ese infierno.

Colgué sintiéndome más sola que nunca. Javier me abrazó en silencio.

A las ocho llegué al hospital público del centro. El olor a desinfectante y sudor me golpeó como una bofetada. En la sala de espera vi a una señora llorando y a un niño jugando con una botella vacía. Pensé en mis hijos, en lo mucho que luché para darles una vida distinta.

La doctora me recibió con una sonrisa cansada.

—Gracias por venir, señora Valeria. Su hermano está débil y algo desorientado. Necesita reposo y alguien que lo cuide al menos unos días.

Entré a la habitación y vi a Tomás: más flaco, el cabello largo y sucio, los tatuajes descoloridos en los brazos. Me miró con ojos vidriosos y sonrió apenas.

—Hola, Vale…

No supe si abrazarlo o gritarle. Me senté junto a su cama.

—¿Por qué siempre terminas así, Tomás?

Él bajó la mirada. —No sé… supongo que no sé hacer otra cosa.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, escuché el bullicio de las enfermeras cambiando turnos.

—¿Por qué no llamaste antes?— le pregunté.

—Pensé que no vendrías… Nadie viene nunca.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé todas las veces que lo busqué cuando desaparecía por semanas; todas las veces que mentí para protegerlo; todas las veces que juré no volver a hacerlo.

La doctora entró con los papeles del alta.

—¿Tiene quién lo cuide en casa?— preguntó mirándome fijamente.

No respondí enseguida. Pensé en mis hijos, en mi trabajo como maestra, en Javier esperándome con café caliente cada mañana. Pensé en mamá, ya muerta, y en papá, perdido en algún rincón del país.

—Sí— mentí al fin.— Se quedará conmigo unos días.

Tomás me miró sorprendido. —¿De verdad?

Asentí sin mirarlo a los ojos.

El trayecto a casa fue silencioso. Tomás miraba por la ventana como si viera el mundo por primera vez. Al llegar, mis hijos lo saludaron con timidez; Javier le ofreció un plato de arroz con pollo.

Esa noche, mientras todos dormían, escuché a Tomás llorar en el cuarto de huéspedes. Me acerqué sin hacer ruido y lo vi encogido sobre la cama, temblando como un niño asustado.

—Perdóname, Vale… —susurró cuando sintió mi presencia.— Yo no quería arruinarlo todo…

Me senté junto a él y le acaricié el cabello como hacía mamá cuando éramos niños.

—A veces uno no sabe cómo pedir ayuda— le dije.— Pero aquí estoy… por última vez.

Pasaron los días y Tomás mejoró poco a poco. Ayudaba en casa, jugaba con mis hijos e incluso acompañaba a Javier al mercado los sábados. Pero yo vivía con miedo: miedo a que volviera a caer, miedo a perderlo otra vez, miedo a convertirme en su única salvación.

Una tarde encontré a Tomás sentado en el patio, mirando el atardecer.

—¿Crees que algún día puedas perdonarme?— me preguntó sin mirarme.

No supe qué responderle. Tal vez el perdón no era algo que se daba de golpe, sino poco a poco, como quien aprende a caminar después de mucho tiempo postrado.

Hoy Tomás vive solo en un pequeño cuarto alquilado cerca del centro. Nos vemos cada semana para tomar café y hablar de cualquier cosa menos del pasado. A veces pienso si hice bien en recogerlo aquella noche; otras veces pienso que no tenía opción.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes nos han herido? ¿Cuántas veces podemos perdonar antes de rompernos por dentro? Me gustaría saber qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar.