Entre el padre y el esposo: Dos años de silencio
—¿Por qué no puedes entender que no quiero volver a esa casa? —le grité a Iván, con la voz quebrada y las lágrimas corriéndome por las mejillas. Él me miró en silencio, apretando los puños, como si las palabras le dolieran físicamente. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestro pequeño departamento en San Miguel de Tucumán, y cada trueno parecía marcar el ritmo de nuestro distanciamiento.
Hace dos años que no hablamos con Don Ernesto, su papá. Dos años desde aquella noche en la que me atreví a decirle basta. Recuerdo perfectamente el olor a asado quemado y el sonido de la televisión a todo volumen. Don Ernesto, sentado en su sillón de cuero gastado, me miró con esos ojos fríos que siempre parecían juzgarme.
—Vos no sabés lo que es sacrificarse por una familia —me dijo, mientras Iván bajaba la mirada, incapaz de defenderme.
—Con todo respeto, Don Ernesto, yo también trabajo y lucho por esta familia —le respondí, temblando pero firme.
Él se levantó de golpe, tirando la copa de vino al piso. —¡En mi casa se hace lo que yo digo! —gritó. Y fue ahí cuando sentí que algo dentro mío se rompía para siempre.
Esa noche arrastré a Iván fuera de esa casa. Caminamos bajo la lluvia hasta la parada del colectivo. No hablamos. No hacía falta. Sabíamos que habíamos cruzado un límite del que no había vuelta atrás.
Los primeros meses fueron un infierno. Mi suegra, Doña Marta, me llamaba llorando. —Por favor, hija, volvé. Tu suegro está enfermo del corazón…
Pero yo no podía. No después de años soportando sus comentarios: “¿Otra vez arroz? En mis tiempos las mujeres cocinaban mejor”, “¿Para qué trabajás tanto si igual tu sueldo es una miseria?”, “Iván debería buscarse una mujer más sumisa”.
Iván intentó mediar al principio. —Es mi papá… está viejo, no sabe lo que dice —me decía en voz baja, como si temiera que Don Ernesto pudiera escucharnos desde kilómetros de distancia.
Pero yo no podía más. Mi dignidad estaba hecha jirones y mi autoestima era un campo arrasado. Así que le di un ultimátum: o él o yo. Y para mi sorpresa, Iván eligió quedarse conmigo.
Nos mudamos a un departamento pequeño en el centro. Empezamos de cero: colchón en el piso, dos sillas prestadas y una mesa que rescatamos de la calle. No teníamos mucho, pero al menos teníamos paz… o eso creía yo.
Las fiestas fueron las peores. Navidad sin familia, Año Nuevo con videollamadas incómodas y silencios eternos. Mis padres en Salta preguntaban por qué no íbamos a la casa de los suegros; yo inventaba excusas.
Una tarde, mientras lavaba los platos después de un día agotador en la oficina de seguros donde trabajo, Iván llegó con los ojos rojos.
—Fui a ver a mamá —me dijo sin mirarme—. Papá está peor…
Sentí una punzada de culpa mezclada con rabia. —¿Y qué querés que haga? ¿Que vuelva a dejarme humillar?
Él se encogió de hombros. —No sé… sólo extraño cuando éramos una familia.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando el zumbido del ventilador y pensando en todo lo que habíamos perdido: los domingos de asado (aunque siempre terminaban mal), las risas de los sobrinos corriendo por el patio, las charlas con Doña Marta mientras pelábamos papas.
Pero también recordé las veces que Don Ernesto me gritó delante de todos, las miradas cómplices de los demás adultos que nunca decían nada, el miedo constante a equivocarme y ser el blanco de sus burlas.
Un día recibí un mensaje inesperado:
“Hija, tu suegro está internado. No sé si sale esta vez. Marta.”
Sentí un nudo en el estómago. Llamé a Iván al trabajo y le conté. Él no dijo nada durante varios segundos.
—¿Vamos? —preguntó finalmente.
El hospital olía a desinfectante y tristeza. Doña Marta nos abrazó llorando. Don Ernesto estaba pálido, más pequeño que nunca bajo las sábanas blancas.
Me acerqué a su cama con el corazón latiendo fuerte. Él abrió los ojos y me miró como si no me reconociera. Pero luego sonrió débilmente.
—Sos terca como mi vieja… —susurró—. Pero cuidás bien a mi hijo.
No supe qué decirle. Sólo le apreté la mano y sentí cómo una lágrima me caía por la mejilla.
Esa noche volvimos a casa en silencio. Iván me abrazó fuerte y lloró como nunca antes lo había visto llorar.
Han pasado seis meses desde entonces. Don Ernesto sobrevivió pero quedó más frágil, más callado. Poco a poco hemos vuelto a visitarlos, aunque nada es igual. La herida sigue ahí, pero al menos ya no sangra tanto.
A veces me pregunto si hicimos bien en alejarnos o si debimos luchar más por mantener la familia unida. ¿Vale más la dignidad propia o el perdón? ¿Cuántas veces puede uno romperse antes de perderse para siempre?
¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llegarían por protegerse sin perder a quienes aman?